Seguramente una de las mejores cosas del libro de memorias más brillante que he leído, «Confieso que he vivido» (Pablo Neruda, 1974) es su título, con el que el autor se disculpa irónicamente por una vida intensa y poco modélica.

La semana pasada, Guillermo Fernández Vara decidió confesarse de prudencia, con ironía —del único modo que podía hacerse—, en Twitter. No sé si por el límite de caracteres que impone la red social no pudo, o quizá no quiso, confesarse de otros dos pecados mucho mayores: el pensamiento y la elocuencia. El primero es grave en un país donde las verdades reveladas por los sumos sacerdotes políticos imponen un pensamiento único y obligatorio, pero aún mucho más grave es evidenciar públicamente las ideas propias. Eso es pecado mortal, y requeriría, según las versiones más radicales del cristianismo, una larga sesión de latigazos hasta la sangre para poder redimirse. Los que sufrimos a diario en redes sociales a los inquisidores al servicio de los sumos pontífices lo sabemos bien.

El presidente extremeño desafió una de las verdades reveladas por el sanedrín que redacta las sagradas escrituras de la política española actual: «Estas primeras vacunas van a funcionar perfectamente desde el primer día, tanto en seguridad como en eficacia, nos van a salvar del coronavirus en tiempo récord, así también de la crisis económica asociada, y con un poco de suerte este verano podréis ir a la playa y a finales de año todo habrá sido un mal sueño». Este es el mantra del discurso oficial —convenientemente disimulado— y, lo que es peor, envuelto en la apariencia de una verdad tan científica como decir que la Tierra es plana.

No han hecho falta ni tres días —el tiempo, único juez implacable— para que la realidad (el espacio donde de verdad se construye la ciencia ensayada en los laboratorios) y la economía (ese dios todopoderoso que dicta las verdades reveladas por los profetas) hayan puesto las cosas en su sitio. La realidad ha hecho que Noruega desaconseje la vacunación de personas muy mayores y en mal estado físico, porque bastantes muertes tras las primeras vacunaciones en ese país hacen pensar que son causadas por sus efectos secundarios. La economía ha impuesto que Pfizer tenga que reducir dosis y haya que administrarlas con menos prisa de la que tienen los contadores de votos.

Fernández Vara lleva tiempo desafiando temerariamente otra de las verdades reveladas: las CC.AA. no se pueden confinar perimetralmente porque malamente se pueden cerrar puertas que no existen. Aún no ha recibido el justo castigo por esta audacia filosófica, que contraviene otro de los dogmas del nuevo credo: «si escribimos en el BOE que cerramos perimetralmente una región, el virus se da la vuelta al llegar a la frontera imaginaria que solo está en los mapas».

Sería gracioso si no fuera tremendamente peligroso lo que está pasando. Hay un discurso público totalmente falaz sobre la gestión de la pandemia que no solo no está sirviendo para combatirla, sino que está provocando la confusión, el enfado y el desconcierto de una ciudadanía maltratada por la enfermedad, la inquietud y las consecuencias sociales y económicas de la crisis. Pero lo peor no es que el discurso sea falaz, sino que los redactores de ese discurso, convertido en una suerte de catecismo, han fanatizado hasta tal punto a una parte de la sociedad, que está dispuesta a creerse cualquier idiotez siempre y cuando venga firmada por el sumo sacerdote o alguno de sus monaguillos.

El daño que se está haciendo es tan inmenso que quienes tienen responsabilidades públicas deberían asumir entre sus empeños prioritarios terminar radicalmente con este ambiente pseudoreligioso y devolver la política a su laicidad original: la del pensamiento, el debate, la persuasión, la crítica, la contradicción, la búsqueda de la verdad. Enfilando el final de su carrera política, uno de los grandes favores que nos podría hacer Fernández Vara (igual que todos los que están en su posición) es acabar con los feligreses —también con los suyos— y poner su granito de arena para que la mayoría no termine en el «pastafarismo», adorando al monstruo del espagueti volador, mientras unos pocos, cada vez menos, tenemos que pedir perdón por pensar por nosotros mismos.

*Licenciado en CC de la Información