Los controles a que son sometidos los viajeros brasileños que llegan al Aeropuerto de Barajas constituyen el telón de fondo de las dificultades que encuentran los españoles para entrar en Brasil. Hasta ahora se ha tratado de una reacción de las autoridades de Brasilia que se podía comprender aunque fuera enojosa para quienes llegan a Río y Sao Paulo, turistas en su mayoría, que no alcanzan a entender a qué responde el puntilloso comportamiento de la policía de aduanas y la exigencia de garantías sobre la duración y objetivo de su estancia. Ayer, sin embargo, se produjo una situación que es menos entendible por parte de Brasil y que da alas a un conflicto que no tiene razón de ser, al retener a 400 españoles en Recife, que se encuentran allí no porque tuvieran intención de viajar hasta esa ciudad carioca sino por un problema técnico del avión que hace la ruta entre Buenos Aires y Madrid. Ante todo, hay que decir que esta situación se produce porque España no ha resuelto el problema que tiene sobre el control de los flujos migratorios procedentes de América Latina, en general, y no solo de Brasil. Este problema está íntimamente relacionado con las bolsas de pobreza y los desequilibrios, con la búsqueda en Europa de un futuro mejor y con la proximidad cultural de las poblaciones latinoamericanas con nuestro país. Se trata de algo sabido y que tiene efectos inmediatos sobre el crecimiento en las grandes ciudades --especialmente, Madrid y Barcelona-- de las colonias de inmigrantes procedentes de América del Sur.

Conviene recordar también que el problema a la inversa es inexistente. España dejó de exportar emigrantes hace mucho tiempo, y menos a América, y su relación con los países latinoamericanos es satisfactoria en términos generales, salvo la excepción de Venezuela y debido a la muy atrabiliaria personalidad de quien ahora dirige a ese país.

Esto es algo que el Gobierno del presidente Lula da Silva sabe, pero frente a esta realidad se da otra: la necesidad de Brasil de reafirmarse como potencia emergente a escala americana, capaz de relacionarse en pie de igualdad con la próspera Europa y de mantener una actitud de resistencia frente a actitudes que ellos consideran de superioridad. El peso demográfico brasileño, las dimensiones de su economía, que crece a un ritmo porcentualmente mayor que el de los países de la Unión Europea, y el esfuerzo de modernización que lleva a cabo legitiman este objetivo, impensable para otros exportadores de mano de obra --Ecuador, Perú, la República Dominicana y varios más--, con necesidades de subsistencia acuciantes.

Dicho todo lo cual, es indispensable que la diplomacia española y la brasileña lleguen a un acuerdo con la mayor prontitud posible --el episodio de ayer no ayuda, es cierto-- para acabar con un conflicto artificial que a nadie beneficia. Al contrario, complica la relación y castiga innecesariamente y en mayor medida a los brasileños que disponen de todos los papeles para establecerse en nuestro país y a los españoles que cruzan el Atlántico sin más propósito que atender a sus asuntos profesionales o a pasar unas vacaciones. Si los controles de Barajas son excesivos, deben corregirse, y si lo son en Río, también. Porque los filtros de seguridad deben estar al servicio de los ciudadanos y nunca tomarlos, como parece que está sucediendo ahora, como rehenes.