La carta que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, envió a Felipe VI hace poco, en la que se exige a España pedir perdón por las atrocidades cometidas durante la conquista y colonización del territorio actualmente mexicano, ha desatado tal polémica que ha obligado a los principales representantes políticos a posicionarse. Han surgido, sobre todo, críticas a esa petición de disculpa fundamentadas en el argumento de que no se puede juzgar el pasado con ojos del presente. Pero la historia se juzga siempre desde el presente, porque es aquí donde se dan las coordenadas desde las que poder pensarla; de hecho, no sólo se juzga, sino que se construye y modela como demuestran, por poner un ejemplo reciente, los debates sobre la memoria histórica en torno a la Guerra Civil.

Estas revisiones, al contrario de lo que se cree, no se cimentan necesariamente en la cercanía temporal de los hechos; así, si bien es cierto que quedan supervivientes y descendientes directos de las víctimas de la Guerra, no los hay de la expulsión de los judíos en 1492, y eso no detuvo la aprobación de la ley de 2015, calificada de “reparación histórica”, por la cual es posible adquirir el pasaporte español si se documentan raíces sefardíes peninsulares. Si desde el presente se interpreta que ciertos acontecimientos pasados tienen relevancia actual, esos acontecimientos se reevalúan, se reescriben. Obviamente, el revuelo internacional en torno a la carta de López Obrador y las reacciones que ha provocado a ambos lados del Atlántico prueban que no hay un acuerdo en torno al imperialismo español o incluso a sus protagonistas, que están siendo igualmente cuestionados en otros países ajenos a la disputa como Estados Unidos, donde ya se celebra en varias ciudades y estados el Día de los Pueblos Indígenas cada 12 de octubre.

El tema que López Obrador ha sacado a colación es pertinente, y mete el dedo en la llaga de una identidad nacional que jamás ha podido desprenderse de sus gestas imperiales. Ahora bien, quizás el asunto podría haberse planteado de manera más productiva, no tanto como diatriba contra España, sino como una invitación al diálogo sobre las consecuencias directas del imperialismo español, durante y después de la etapa colonial, en los múltiples territorios afectados por su acción. Entre las muchas secuelas de esta historia cabe destacar la sistematización del racismo como herramienta para clasificar a los cuerpos e imponer políticas y prácticas discriminatorias que han seguido perpetuándose tras las independencias latinoamericanas, implementadas por sus propios gobiernos, en su mayoría formados por las clases criollas y blancas. El colonialismo modificó los sistemas de valores anteriores e implantó unos nuevos, que siguen vigentes. El propio López Obrador pareció aludir a dicha problemática cuando, días más tarde del inicio de la marea de invectivas, declaró buscar una suerte de reconciliación interna con las comunidades indígenas mexicanas, entre las que mencionó a los pueblos yaquis y mayas, a quienes aseguró querer “pedir perdón”. Le faltó, sin embargo, reconocer su propio privilegio como descendiente de españoles lo cual, entre otras cosas, constituye un factor determinante en el mismo hecho de que sea presidente. No obstante, su actitud frente a la controversia suena bastante más conciliatoria e inteligente que la de muchos políticos españoles, puesto que al menos incorpora un mínimo componente de autocrítica.

La respuesta de la monarquía, de buena parte de la clase política del país, así como de muchos nombres clave con presencia mediática, ha sido la desconsideración más frontal, cuando no el desprecio más arrogante. Es una pena, porque se ha perdido una oportunidad única para reflexionar sobre los efectos indeseables del colonialismo -una estructura de organización social que, al menos desde los años sesenta, con la descolonización de África, ha perdido toda connotación positiva-, sobre la obsesión nacional con el Imperio y los usos políticos que se han hecho de él a lo largo de la historia, sobre el racismo y la prepotencia, cuando no condescendencia y hermandad acrítica, con que a menudo se habla de América Latina en su antigua metrópolis. Disculparse o no disculparse es bastante menos prioritario que hacernos cargo de un legado que, a día de hoy, sigue causando muertos.