España es un país en el que se vive en la calle: nos gusta salir, celebrar, juntarnos con los amigos, beber y reír, comer y comentar. Cercanía, abrazos, exaltación de la amistad...

Está en nuestra esencia y en nuestros genes, desde Finisterre hasta Cabo de Gata, de Valencia del Cid a Valencia de Alcántara, todos, encontramos solución a los más variados problemas en el fondo de un vaso de tubo, de un catavino, de un zurito o una copa de cava.

Por eso, los bares son peligrosos, porque incitan al compadreo, a la confidencia y a la revolución.

Las mejores revueltas se han fraguado tras la barra de un bar, con una de bravas y tres rondas de tinto. Así que de ahí el empeño gubernamental en cerrar los bares; no hay posibilidad de contubernios en las masificaciones de las entregas de premios periodísticos, ni en las fumatas que se organizan en los descansos de las sesiones del Congreso. Ahí, los temas que se tratan no son peligrosos, ni comprometedores, ni implican cambios o revoluciones. No se mejora la vida de nadie, ni se decide pensando en el bien común.

Sin embargo los españoles (y las españolas, ojo ahí) cuando nos juntamos en pandillita somos capaces de cambiar el mundo: resolvemos crisis internacionales, dirigimos selecciones de fútbol, arreglamos la economía y cambiamos leyes de educación. Y eso no se puede consentir, porque somos capaces, sin mucho esfuerzo, de montar un Dos de mayo, ganar una Reconquista o cambiar de monarquía a República y viceversa. Somos capaces de organizar una Expo, unas Olimpiadas, atravesar un océano y conquistar un continente.

Así que hay tener cuidado y vigilarnos estrechamente.

Que juntarse 25 en un aula no es malo.

Que 200 en un avión, tampoco.

Ni 500 en el metro.

Lo malo son 4 españoles con carácter y ganas en un bar. Ahí somos imparables.