La satisfacción por la conclusión del borrador de la futura Constitución de la UE, un logro sin precedentes, no debe hacernos olvidar que es un compromiso precario. No responde a las esperanzas de los federalistas y, por plegarse a las exigencias del eje franco-alemán, deja insatisfechos a 18 de los 25 países sobre las prerrogativas de la Comisión, el nombramiento de un presidente de Europa y sobre la modificación del reparto de poder establecido por el tratado de Niza en el 2000.

El Gobierno español cedió en el último minuto, pero presentó una reserva esencial sobre la parte institucional. La falta de consenso hubiera sido fatal para el proyecto europeo en uno de los momentos más difíciles de su historia, con una debilidad estructural sometida a las tensiones de la supremacía de EEUU, a la labor de zapa de los euroescépticos y a la ampliación hacia el Este.

La unificación europea siempre avanzó con dificultades, pero de manera consistente. Ahora los estados-nación llegan a un principio de acuerdo sobre una Constitución que limita aún más su soberanía. No es un proyecto revolucionario, pero respeta el principio de una unión cada vez más estrecha de los pueblos de Europa.