Desde el punto de vista jurídico, el domingo pasado no estaba en juego la libertad de elegir entre el o no a la independencia de Cataluña con carácter vinculante. Ni siquiera con carácter consultivo, como los contemplados por la Constitución para "decisiones políticas de especial trascendencia" (artículo 92). Lo que estaba en juego es la libertad de pronunciarse. Es decir, se ejerció la libertad de expresión. No la libertad de elección de un determinado orden jurídico-político u otro.

En ese sentido, la legitimidad del 13-D es más o menos la misma que el trabajo de campo de un macrosondeo, las llamadas de los oyentes de la radio para pronunciarse sobre un tema de actualidad o una votación entre los vecinos para decidir si se cambia o no se cambia el ascensor del bloque. Otra cosa la inequívoca carga de intención política en la pregunta de marras: "¿Está usted de acuerdo en que Cataluña se convierta en un Estado de derecho independiente, democrático y social integrado en la Unión Europea?".

Se entiende si se entiende antes que los independentistas catalanes levantan acta de defunción sobre el Estatut. A su juicio, al texto le falta ambición nacional y proyecta la intención de frenar las aspiraciones soberanistas de Cataluña. Es la doctrina abrazada por los impulsores de la llamada Plataforma del Derecho a Decidir, organizadora de la consulta del domingo pasado en 167 municipios de esta comunidad autónoma.

Su animador más mediático ha sido Joan Laporta , que después de dejar la presidencia del F.C Barcelona el próximo verano se podría dedicar a la política. Intervino en plan estelar en tres mítines para animar a participar. El último, el de cierre, en Vic, uno de los nichos ecológicos del independentismo. Sin embargo, a juzgar por los resultados de sus llamamientos, Laporta no tiene mucho futuro en la política, pues la movilización de los 700.000 votantes convocados no cubrió ni de lejos las expectativas de los organizadores.

Aún así, el presidente de la Generalitat, José Montilla , sigue nadando entre dos aguas: "No hay que exagerar los resultados, pero tampoco hay que obviarlos". Se entiende su postura, a partir del papel que le toca desempeñar: el de defensor del Estatut dentro de la Constitución. Desde la institución que representa, muy respetada por la inmensa mayoría de los catalanes, y ocupando posiciones centristas en ese paisaje político, está Montilla en las mejores condiciones de desactivar el discurso identitario que, como todo el mundo sabe, necesita del agravio para alimentarse y sobrevivir.

Espero que quienes se alimentan del agravio no se tomen a mal el hecho incontestable de que, a la vista de los pobres resultados de participación en la consulta del 13-D, no son tantos los catalanes convencidos de estar siendo narcotizados por España, como dice Joan Laporta.