La actriz porno María Lapiedra, figura descocada y decorativa del independentismo catalán, dice ahora que no es independentista, y que solo lo fue durante su romance con Joan Laporta, expresidente del Barça. La actriz, que llegó a desnudarse ante las puertas del Parlamento catalán en 2011, cubierta tan solo con una estelada, afirma hoy que es apolítica, esa fórmula mágica tan manida para expresar que uno no está para líos. Visto lo visto, a esta mujer le resulta tan fácil despojarse de la ropa como de las ideas prestadas. ¿Pero cuáles son sus ideas propias? No lo sabemos.

Es difícil discernir en política qué ideas son propias y cuáles ajenas. La política propicia un combate no ideológico sino emocional. Se vota no con la cabeza sino con el corazón, ese órgano que bombea en no pocas ocasiones al ritmo que marcan las influencias más cercanas.

El independentismo de María Lapiedraha sido -como tantos otros- un independentismo de contagio, no cimentado en un sólido proyecto ideológico -respetable, si se hace en el marco de la ley-, sino en el roce calenturiento bajo las sábanas presidenciales.

El contagio ideológico es un buen negocio: es rápido, contabiliza en las urnas y no atiende a razones. Ahora bien, para que funcione es necesario encontrar un enemigo común (real o imaginario) al que echarle las culpas de todo, sea España (en el caso de Cataluña), los judíos (el nazismo), los masones y comunistas (Franco)... Sin ese enemigo al que combatir, el virus ideológico, cual virus de guardería, tiene un recorrido muy corto.

Podríamos añorar una sociedad que funcionara no por odios y animadversiones prestadas, sino por la solidaridad. Una sociedad que buscara el beneficio común y no la batalla autodestructiva (para ambos bandos). Pero eso sería soñar. España es un país cainita, deseoso de odiar y ser odiado, y no puede permitirse el lujo de vivir en paz.