La demora en la aprobación del proyecto de ley orgánica de mejora de la calidad educativa (LOMCE) no ha significado una disminución de su carga involutiva: se han confirmado los temores (y todavía más, se han acrecentado) hasta el punto que podemos considerar la propuesta del ministro de Educación José Ignacio Wert como una auténtica contrarreforma del sistema educativo, en franca disonancia con el dictamen del Consejo de Estado que reclamaba "un acuerdo general de las fuerzas políticas y sociales para buscar un texto que pueda dar mayor estabilidad".

La LOMCE es una ley de un alto contenido conservador, centralizador y excluyente que, en sus fundamentos, se afirma como antídoto del fracaso escolar y a favor de una mayor eficacia educativa, y que, en la práctica, significa un auténtico golpe de mano contra la equidad, la laicidad, el humanismo y la igualdad de oportunidades, en un nuevo diseño educativo tendente a beneficiar al elitismo y la competitividad.

Esta es la mayor crítica que debe hacerse a la LOMCE, así como la inadmisible ingerencia en el sistema educativo autonómico que, con la nueva legislación, tiende, como nunca, a la homogeneización, con un diseño centralista de fijación de contenidos y de reválidas que permiten afirmar a dirigentes del Partido Popular, como María Dolores de Cospedal, que "el modelo vertebra a una nación". Sin olvidar, por supuesto, otros aspectos de la ley educativa que la reafirman como punta de lanza ideológica del Partido Popular: la inclusión de la religión como materia decisiva, el hecho de que la discriminación por sexo en colegios privados no sea óbice para recibir ayudas, la temprana segregación de alumnos hacia una Formación Profesional que vuelve a entenderse como un mal menor o la disminución de poder de los consejos escolares.