Sin estos dos infinitivos, estaríamos como en un sórdido desierto, sin vida y en silencio, al no tener con quien compartir nada con nadie. Pues conversar es intercambiar sentimientos, pesares, alegrías y temores, o recordar sucedidos, comentar noticias y exponer opiniones, alrededor, por ejemplo, de una mesa camilla o tomando unas copas. Como es placentero el entrañable diálogo de unos jubilados, sentados en un banco del parque, contando sus pasadas batallitas... Caso contrario será la airada controversia, con distintos y distantes puntos de vistas, que enturbian el clima de la charla.

El español es más proclive a discutir que a la plácida concurrencia de criterios, dado su vivo carácter, lo que hace que se resienta la convivencia, se olviden los buenos modales y se llegue a malos entendidos. O, en diálogo de sordos, tirar por la calle de en medio, con olímpico desdén para lo que nos une. Otra cosa sería llegar a las manos. Pero será de caballeros bien educados refrenar los impulsos, con templados modos dialécticos. Goya , con su pintura negra, radical y castiza, "Duelo a garrotazos", escenificó admirablemente la riña de dos mozarrones, y son elocuentes los archiconocidos versos machadianos: "Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios...". Dice Marañón que un trato descortés rompe las relaciones antes de comenzarlas, y Chesterton indica que ser educado es escuchar, estoicamente, disquisiciones bien conocidas del que las ignora en absoluto.

Hoy se conversa poco, se discute mucho, se discrepa demasiado y escasea la charla de camilla, pues la familia se halla entre paréntesis, como son crispados los debates, en foros y tribunas, contra tesis políticas contrarias, utilizando argucias de un hosco sectarismo. Y se lanzan, por algunos portavoces de partidos, cínicas acusaciones sobre vicios que ellos mismos tienen, no les importa caer en contradicciones clamorosas, se usa la "trampa saducea" y nos les sonroja el argumento "ad hominem", muy devastador para el adversario, convertido en enemigo.

Y no es esto. Porque discutir y discrepar, sí, mas siendo cortés con el adversario, ya que, por contra, todo se deslizará hacia escenarios indeseados. Y es que se nos ha olvidado que lo supimos hacer muy bien, cuando se impuso el sentido común, llevando el consenso al histórico mito de los Pactos de la Moncloa, ante el asombro del mundo. Hoy, la sociedad, pide el mismo espíritu.