Seguramente ustedes, al igual que yo, conocen muchas familias donde los padres son votantes del PSOE y los hijos lo son de Podemos; estoy seguro de que no seré el único que conoce familias de cuatro hermanos donde uno vota a Ciudadanos, otro al PSOE, otro a Podemos y otro se abstiene. Con certeza, también ustedes sepan de amigos que son del PSOE y del PP y, a pesar de ello, amigos.

También conocerán, como yo, católicos del PSOE y ateos del PP, millonarios de Podemos y humildes trabajadores de Ciudadanos, y quizá hasta tengan la suerte de conocer a algunos de esos muchos votantes que eligen a partidos conservadores y progresistas alternativamente, según les parece, en cada proceso electoral.

Bienvenidos a la sociedad. No a la sociedad española, sino a cualquier sociedad democrática avanzada. Plural, tolerante, contradictoria, pragmática. Así somos. Bienvenidos a la realidad que parece desvanecerse en los despachos. ¿No deben ser los partidos, en su función de conformación de la voluntad popular, un reflejo lo más exacto posible de la sociedad? Pues parecemos empeñados en que lo que puede convivir bajo el mismo techo en forma de familia, no puede hacerlo en un despacho en forma de diálogo político.

Quizá es que los extremistas hacen mucho ruido, o quizá es que los moderados somos muy callados, pero tengo la sensación de que España se ha convertido (o ha vuelto a ser) en un país donde se pretende expulsar de la vida pública a quien no piensa igual. No creo que haya ningún partido desde 1978 que quede completamente exento de esta inercia.

Lo he escrito muchas veces pero creo que sigue siendo necesario repetirlo, y más que nunca después de lo ocurrido ayer en Cataluña: la democracia es consenso. No es posible construir un país en contra de la mitad de sus miembros. De la misma forma que es inaceptable que media Cataluña independentista quiera imponer su modelo a la media que no lo es, igual de inaceptable es que media España conservadora quiera imponer a la media España progresista un solo modo de entender la vida y la política.

Íbamos bien. El mundo iba bien, Europa iba bien, España iba bien. El objetivo máximo de la izquierda (socializar los medios de producción) había quedado al margen, a cambio de que el objetivo máximo de la derecha (incrementar el capital a costa de la explotación de los obreros) también quedara fuera de la ecuación social. Y así es como se construyó un Estado del bienestar con numerosos beneficios para los trabajadores, mientras la izquierda aceptaba el libre mercado. Así es como algunos derechos civiles impensables para los conservadores (el divorcio, el matrimonio homosexual, la eutanasia) se han ido imponiendo en la agenda pública, mientras la izquierda aprendía a convivir con las religiones, la monarquía y otras viejas costumbres.

ALGUNOS llevamos años advirtiendo de la ruptura de ese consenso social, y del peligro que comporta dicha ruptura. Los dueños del capital —los que lo han roto— están obligados a repensar con la izquierda cuál es la fórmula con la que podamos construir otro mundo con futuro. La nueva explotación económica debe cesar para que las fantasías rupturistas de una cierta parte de la izquierda también languidezcan. Si no, estamos abocados, no tardando tanto como muchos piensan, a procesos sociales inevitablemente traumáticos.

Queda para otro artículo el análisis de los parámetros con los que la izquierda en su conjunto debe afrontar la convivencia del futuro. En este solo quería hacerme eco de ese pensamiento de uno de los grandes, Manuel Azaña, cuando dijo —Universidad de Valencia, 18 de julio de 1937—, que «ninguna política se puede fundar en la decisión de exterminar al adversario». Así pues, el único futuro es la convivencia con quien piensa diferente, y la única convivencia posible pasa por construir ese futuro juntos.

Por tanto, las múltiples reformas que necesita España no pueden pasar por intentar acuerdos de una mitad de España contra la otra mitad. La nueva correlación de fuerzas sociales, sin el miedo militar de 1978 y bajo un paradigma liberal-progresista mayoritario en el mundo occidental, debe alumbrar un nuevo país en el que las rentas dejen de acumularse en las mismas manos, desaparezca la corrupción y la participación de la ciudadanía en la vida pública satisfaga sus expectativas democráticas.