Los mensajes llegaban a las 21.00 horas, había que estar en casa viendo la televisión o conectado a internet.

En un tiempo donde las noticias son continuas, las declaraciones frecuentes y la conectividad a la información algo convertido en hábito, algo estaba cambiando.

La sensación era extraña, más que cambio era recuerdos al pasado: estabas jugando y tenías que marcharte para ver algo, se emitía ese día, a esa hora y no podría repetirse, todo se era excepcional, o podría ser un acontecimiento que lo paralizaba todo: había que ir a casa a informarse.

Una vuelta al pasado o una situación extraordinaria, o las dos cosas, así ha sido esta semana. Hemos permanecidos expectantes a dos mensajes: del Rey y de Carles Puigdemont.

Todos delante de alguna pantalla buscábamos la solución a tanto desconcierto. Aún no ha llegado. Hemos vivido el día más triste de nuestra democracia en 40 años, la ciudadanía espera inquieta, una mayoría silenciosa que no emite mensajes a las 21.00 horas pero a la que se le obliga a estar en una parte o en otra: o con la legalidad o con la ilegalidad, o con la democracia o con la tiranía, o con la violencia o con la libertad de expresión y así hasta acabar separando a los niños en el patio del colegio.

Ante una situación tan difícil y poliédrica, las afirmaciones nunca pueden ser tajantes ni estar exentas de matices.

Ningún demócrata defenderá la violencia y un Estado democrático tiene que garantizar la legalidad, ¿por qué quieren hacernos ver que es incompatible? ¿las Fuerzas de Seguridad del Estado no están para velar por todo ello?

Mientras los relatos se superponen, en medio de esta mayoría, desde Pekín, Rafael Nadal dijo lo que estábamos sintiendo: «Ver la sociedad en general, no sólo la catalana, tan radicalizada, me sorprende y a la vez me desilusiona. Me dan ganas de llorar cuando veo que en un país donde hemos sabido convivir, llegamos a la situación que se llegó ayer, sin embargo, aunque haya momentos en que todo parezca imposible, que no hay arreglo, ése es muy simple: querer arreglarlo».

Existe un problema, se necesita diálogo pero sobre todo política, esconder los problemas únicamente bajo la legalidad no ha dado resultado. Quizá habrá que coger una silla, arrimarla a la mesa, entenderse y, tal vez, modificar y renovar el contrato que los ciudadanos firmamos hace 40 años, votarlo entre todos y con todos, sentirnos cómodos, convivir, ¿suena tan difícil?