Fui a la manifestación del 1 de mayo en Badajoz. Había poca gente. Más o menos como cuando las cosas iban bien y nos dejábamos llevar por la comodidad y la suavidad del ambiente. Era cosa de los sindicatos, no tenía nada que ver con nosotros que procurábamos disfrutar del puente. Así fue durante la mayor parte de los años de nuestra democracia. Ellos a lo suyo y nosotros a lo nuestro, y olvidamos que la reivindicación y la crítica era cosa también nuestra. Llegados a este 2013, y a pesar de que el ambiente suave y tranquilo se ha vuelto áspero y tormentoso, tampoco acudimos a la convocatoria. Allí estaban los de siempre: sindicalistas y ciudadanos comprometidos con diversas causas.

Poco más, pocas personas afectadas por la crisis acudieron a expresar públicamente su malestar e indignación por lo que les ocurre, porque están en paro, porque han perdido el negocio o por las múltiples carencias y restricciones que la ciudadanía está sufriendo. Miraba hacia atrás, deseando que estuviera lejos el final de la cola, deseando que mis convecinos se hubieran lanzado a la calle para que la voz que de aquí saliera fuera potente y se dejara oír lejos, pero no, apenas fue un susurro. Me preguntaba el porqué de tan escasa asistencia. Podría ser que la gente esté ya tan abatida que crea inútil cualquier forma de protesta, que el gobierno seguirá erre que erre sin oír a nadie. O también podría ser debido al desprestigio en el que han caído los sindicatos. Lo más probable es que se deba a ambas cosas.

A los abatidos les diría que en el silencio nunca está la salida, y a los descreídos que seguimos necesitando a los sindicatos. Aún siendo cierto que son únicos culpables de la escasa valoración ciudadana y que tienen que cambiar y espulgarse, son necesarios. Sin ellos el capitalismo y los capitalistas se vuelven aún más salvajes.