Pensé en titular este artículo con una pregunta retórica ("¿Competencia o cooperación?") pero, finalmente, no quise dejar ninguna duda de que haya elección. La doctrina liberal, y su terrible deriva neoliberal, nos ha inoculado la necesidad de competir en todos los ámbitos de la vida, hasta el punto de que muchas personas han pasado a considerar la cooperación como un signo de debilidad. Pero este adoctrinamiento, que hemos asumido complacientemente, no deja de ser la imposición de un modelo ideológico que tiene poco que ver con la realidad; un modelo, por cierto, que ha demostrado --con la crisis que ya dura al menos un lustro (2008-2013)-- que nos puede llevar hasta el corazón del abismo.

Pero lo verdaderamente cierto es que el género humano ha salido adelante gracias a la cooperación; y aún más cierto es que a medida que se han ido produciendo avances que permitían un mayor nivel de vida en términos generales, la competitividad ha ido siendo aún más prescindible. Sin embargo, la evolución ha sido la contraria, a causa del desigual reparto de la renta y la riqueza, que ha ido en aumento hasta la actualidad: cada vez menos tienen más. Y, como es lógico, quienes atesoran poder y dinero fomentan la competitividad, porque es casi seguro que siempre ganen ellos.

Hay dos formas de entender el mundo --esquematizando en exceso--, asociadas a dos de las grandes doctrinas clásicas: el liberalismo y el socialismo. La primera presupone que estamos en una selva donde debe sobrevivir el más fuerte, aplicando al ser humano la filosofía de Darwin sobre el mundo animal; la segunda entiende que es la cooperación --formulada como fraternidad en la Revolución Francesa, junto a los otros grandes valores: libertad e igualdad-- el principio que debe regir entre las personas.

XEL CAPITALISMO,x doctrina económica impuesta como única e incontrovertible (sobre todo desde la caída del Muro de Berlín) no solo asume la doctrina liberal a pies juntillas, sino que la ha ido llevando hasta extremos tan inaceptables como generar guerras innecesarias y permitir hambrunas catastróficas para mantener e incrementar la riqueza de unos pocos: es lo que se ha ido adjetivando como capitalismo salvaje, capitalismo inhumano o capitalismo genocida.

El gran problema es que hemos ido asumiendo esta forma de ver el mundo, generación tras generación desde hace muchas, como la mejor. Hemos convertido nuestras vidas en una carrera permanente, en una asfixiante ansiedad por ser más y mejores que los demás. Algo con lo que hacemos inmensamente felices a quienes tienen claro lo único claro: la banca siempre gana.

Pero el género humano, dotado a partes iguales de la estupidez para autodestruirse y de la lucidez para sobrevivir, parece estar empezando a despertar. Es en nuestro ámbito cercano y como respuesta a las consecuencias devastadoras de la crisis económica donde podemos observar síntomas del cambio: la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) como paradigma de la colaboración para enfrentarse a la administración y tratar de solucionar problemas reales de la gente; huertos urbanos colectivos como alternativa al consumo en grandes superficies; redes organizadas de padres que intercambian libros de texto usados para evitar gastos innecesarios; o la recién creada Red de Solidaridad Popular (RSP), que pretende "cubrir las necesidades básicas e inmediatas de las familias que se han quedado sin recursos por culpa de las políticas neoliberales".

La cooperación no es una ingenuidad. Organizaciones Internacionales tan relevantes como la ONU nacen de esa idea primigenia. Las dos guerras mundiales con las que Europa se autodestruyó convencieron a los coetáneos de la necesidad de crear lo que ahora es la Unión Europea, que puede naufragar por --de nuevo-- la competitividad impuesta por Alemania. Si existe una piedra imprescindible en los cimientos del nuevo paradigma que está naciendo, esa es la cooperación. Y quienes estamos convencidos de ello deberíamos, precisamente, dejar de competir --¡porque también competimos por ser los más cooperativos!-- y, simplemente, darnos la mano para avanzar hacia un destino aún desconocido, aunque lo único que sepamos seguro es que necesitamos caminar juntos para poder llegar a él.