Acabamos la semana hasta la coronilla del coronavirus, con escuelas cerradas (los padres que se apañen, sobre todo los que no tengan abuelos a mano), vetando nuestro país a los aviones italianos y muchos países a los turistas españoles, con las ligas de fútbol y baloncesto cancelados, al igual que infinidad de festejos y actos culturales, con un tremendo batacazo de las bolsas y con mucha gente inquieta, cuando no histérica, llenando el carro en el supermercado como si viniera de camino una horda de zombis.

Cierto que el riesgo de expansión descontrolada es real, en un mundo donde no hemos globalizado solo la economía sino también las enfermedades. En Extremadura, aunque al principio parecía que lo aislados que estamos iba a aislarnos del contagio, por desgracia ya hay que contar la primera víctima mortal, y seguramente no sea la última. En un país democrático, que al contrario de China es reacio a imponer medidas de coerción, dependerá de la responsabilidad de cada uno. De momento, los estudiantes extremeños que vuelven de Madrid harían bien en vigilarse posibles síntomas.

Si hasta ahora, desde la esfera política, se había transmitido cierta tranquilidad, sobre todo por la competencia de Fernando Simón, pero también porque el tema no se estaba utilizando como arma política, la cosa cambió el lunes, pues a Pablo Casado empezó a picarle el cuerpo por la sensación de estar apoyando al gobierno, y lo acusó de «descoordinación» y de «ir por detrás de los acontecimientos», sin recomendar nada concreto. Más bien él va por detrás de la sociedad, que sabe que el virus no entiende de colores políticos, y le parece tan sabroso el organismo de Irene Montero como el de Javier Ortega Smith. El jueves, con la situación agravada, acusó al gobierno de estar poniendo tiritas para contener una hemorragia, pero él no propuso medidas alternativas a las que se están tomando de acuerdo con los expertos médicos. Lamentable espectáculo querer sacar réditos políticos en una cuestión que necesita la mayor responsabilidad y unidad por parte de todos.

Y del coronavirus a la Corona y a Corinna Larsen. La Mesa del Congreso de los Diputados rechazó la creación de una comisión de investigación sobre las finanzas suizas y panameñas del rey emérito Juan Carlos I, cuyo escándalo ha quedado olvidado por la pandemia. Esa comisión solo fue apoyada por Podemos y los nacionalistas (todos a una gallegos, vascos, catalanes), y el argumento del resto de partidos para votar en contra fue el dictamen de los letrados del Congreso para los cuales la inviolabilidad constitucional del monarca «abarca todo el periodo en que ejerce la jefatura del Estado». Vamos, que en España, el rey, mientras es rey, si le place, puede hasta violar y matar sin que le pase nada, y si se retira, podría seguir viviendo como un rey y sin que nadie le pida cuentas. Una posición algo frágil, por otra parte, cuando ya lo están investigando por graves irregularidades jueces suizos y británicos.

Triste final el del reinado de Juan Carlos I, un monarca que logró hacer aceptable la monarquía a muchos españoles que, sin ser monárquicos, eran juancarlistas. Su papel en la Transición y en el 23-F le granjearon el respeto y la admiración de sus compatriotas. Parece que confundió ello con la impunidad, y nadie le asesoró para evitar que se rodeara de compañías poco recomendables, fueran reyes saudíes o seudoprincesas alemanas. Ese rechazo a una comisión que aclarara el asunto, deja ver que nadie, ni en el PSOE ni en el PP, cree en su inocencia, y que se trata de esconder bajo la alfombra los trapos sucios de la Corona, como fue habitual y tradicional entre los Borbones.

*Escritor.