Moncloa es un espacio al acecho. Un decorado en marcha. Una calma tensa. Un bamboleo de nao capitana. Un dulce ir y venir por las entrañas del monstruo; del volcán incierto del Estado. Una colmena de mieles infinitas y una sola reina. Un mirar hacia dentro y desde lo alto. Y, allá fuera, al otro lado del puesto de control, España. Y de España, Madrid, el rompeolas. Mientras, la sangre bombea, en torrentera, por la Nacional VI.

Un corazón asoma en el quinto y último de los escalones de la escalinata del edificio, que dicen, del Consejo de Ministros. El presidente espera a sus visitantes junto al corazón de granito que, calladamente, late en piedra. Es el otro kilómetro cero de las Españas. El corazón de Moncloa; el corazón simbólico, mínimo y, a la vez, elefantiásico del Estado. Una mancha oscura y caprichosa con forma de corazón. Nada más. Pero está allí, a la puerta de casi todo, esperando a los mandatarios y, sin duda, latiendo. Dentro todo es de quita y pon. Las alfombras, los cuadros, los sillones… y hasta la abeja reina. Los espacios se multiplican. El mismo salón donde se reúne el Consejo los Ministros está desprovisto de casi todo. Tiene doble puerta, un rescoldo, supongo, de cuando los ujieres tenían orejas. Y cuadros. De hecho, si uno no supiera dónde está, pensaría que está en la sala, diáfana y limpia, de un museo. El Reina Sofía se encarga de colgar y descolgar según convenga. El presidente que hoy respira dentro ha pedido refuerzos en femenino y ha colgado en el salón del Consejo de Ministros un Menchu Gal. Aún así no alcanza la paridad porque pueden más los Miró, los Tapies y, en general, las pinturas con pene. El arte lavado, en abstracto, marida mejor con la política de quita y pon, de principios mutantes. Y por eso sorprende Menchu Gal, porque es ajena a la abstracción española de los cincuenta. Porque su “Pueblo Vasco”, a la diestra del sillón del presidente, recuerda, que, en algún lugar, los jardines son bosques, los palacios caseríos y los ministros pastores.

Moncloa, trece edificios trece, con sus tejados de pizarra, con sus muros de granito y ladrillo rojo, con sus columnas jónicas y con su estilo herreriano. Moncloa tiene algo de pabellón de caza culebreando a un quiero y no puedo versallesco. Mientras Turca, la perra, ladra, en la colmena trabajan más de dos mil obreras. Pero dulcemente. Con el exacto vaivén de la danza y las libreas. Desde la carretera de La Coruña solo se ve el edificio que llaman del INIA porque antes de albergar al Ministerio de la Presidencia estuvo allí el Instituto Nacional de Investigación Agraria. Más que de ministerio tiene aire de monasterio. Como todo lo demás (salvo el búnker). Entremedias el paseo de los plátanos que lleva al Palacio (donde Turca acecha), los cipreses, los cedros, el bonsái de González junto a los escalones del Consejo y el fantasmita de Machado junto a la Fuente del Amor.

Machado… La guerra le pasó al amor y a la Moncloa por el medio. El palacio quedó en zona nacional, aunque mejor sería decir que no quedó nada de él desde que en marzo del 38 los republicanos, en su huida, lo dinamitaron. En zona roja quedó el resto. Y ahí se durmió la guerra durante años. Se estabilizó el frente. Y, al que se asomaba, tiro en la frente. ¡España!

Las obreras, los zánganos y la reina. Todo envuelto en trienios. Los civiles, los nacionales y los militares. En Moncloa los guardias civiles aún disfrutan del privilegio de usar tricornio. Saludan educadamente los otros civiles cuando entran y cuando salen. Y mientras, el presidente, cortés, recibe junto a un corazón de granito. Del Guadarrama, por supuesto. Montañas nevadas que, en el horizonte, se adivinan.