La Iglesia católica nicaragüense, dirigida por el muy conservador cardenal Miguel Obando y Bravo, ha lanzado una campaña para conseguir que no se practique un aborto a una niña de 9 años que, tras ser violada en la plantación donde trabajaba, quedó embarazada y contrajo dos enfermedades venéreas. Según el arzobispado de Managua, los grupos feministas y los médicos favorables a practicar el aborto que solicitan los padres de la niña se ponen "al servicio de la muerte". El dogma no ha cedido ni ante una crueldad tan descarnada. En este debate no están en juego, de forma genérica, la doctrina católica sobre la ilicitud del aborto en cualquier situación y la pretensión de la Iglesia de imponerla a toda una sociedad a través de las leyes civiles. De proseguir la gestación, es elevadísimo el riesgo de muerte para la gestante y el feto. Riesgo que también existe, no obstante, si se practica la interrupción del embarazo. Al presionar a los médicos para que dictaminen que el aborto no está incluido en los supuestos de la muy restrictiva legislación nicaragüense, la jerarquía católica quiere decidir sobre una vida. Y pierde una ocasión de aplicar la doctrina del mal menor y, sobre todo, de demostrar un poco de compasión.