Dentro de poco, si la cordura no lo impide, el firmamento será un inmenso anuncio publicitario. Donde ahora hay estrellas inmóviles, estrellas fugaces, astros y planetas, habrá mañana un rutilante eslogan visible desde los cuatro puntos cardinales de la Tierra. Eso es al menos lo que pretenden unos cuantos astutos propietarios de firmas comerciales: estampar en los cielos remotos las cualidades de su mercancía como hoy lo hacen en cuanta pared, pantalla de televisión o espacio libre encuentran.

Según el plan y mediante un complicado dispositivo de alta tecnología, será posible para un terrícola, mirar al cielo para buscar Saturno y toparse con un anuncio de sujetadores. En vez de constelaciones y vías lácteas, veremos las virtudes biodegradables de un detergente o asistiremos a una exhibición de poderío mecánico por parte del automóvil. En vez de la Luna pálida, nuestra vista se fijará sin remedio en los tipos de interés que nos ofrece el banco o cualquier otra tontería perfectamente prescindible y todo el misterio de las galaxias se degradará a la condición miserable de un consejo para comprar lo que necesitemos.

Esas son al menos las intenciones de los publicistas, porque ya han surgido voces clamando al cielo, y nunca mejor empleada la expresión. Ya que no hay un sólo rincón del mundo privilegiado que no haya sido invadido por la publicidad. Sólo faltaba que también la bóveda celestial sufra esa agresión inmerecida. Ojalá se imponga la sensatez y los seres humanos podamos seguir la ruta de las estrellas sin tener que soportar la visión de un anuncio de ropa estampado en la Osa Mayor. Bastante aguantamos ahora ese bombardeo inclemente que rompe el ritmo de las películas, idiotiza a las masas y arruina los bolsillos como para privarnos del inmenso placer de mirar al cielo.