¿En qué momento nos volvimos tan sabihondos, tan vanidosos, tan iluminados? ¿Cuándo llegamos a pensar que lo sabemos todo y que el resto de la humanidad debía conocer nuestra grandeza? ¿Éramos así de bocachanclas antes de las redes sociales? Supongo que sí: tan solo ha cambiado el potencial de la difusión de nuestra «sabiduría», que ahora se ramifica con mayor virulencia: un mensaje puede llegar a cualquier parte del planeta en pocos segundos.

En las últimas semanas hemos presenciado en las redes sociales un campeonato de notoriedad entre quienes negaban (y niegan) la trascendencia del coronavirus y, enfrente, el propio coronavirus.

Gente sin estudios en la materia, gente que no sabría distinguir un virus de un paragüero ha intentado confundirnos día tras día, equiparando la gripe común con el coronavirus, echando en saco roto la determinación con la que los chinos pusieron manos a la obra desde casi el comienzo y los nada halagüeños informes de la OMS, que algo sabrá del asunto. Otros, incluso, han ideado presuntas teorías conspirativas, esas que no pueden faltar en ningún cenáculo de opinólogos.

Estos tiempos son ideales para que mediocres hagan carrera. El hombre masa del que hablaba Ortega y Gasset ha tomado el control de la vida pública. Mientras seguimos apegados a las últimas noticias sobre el coronavirus (que, a marchas forzadas, cierra países enteros, hace desplomarse a la Bolsa, daña la economía y cercena la vida de miles de personas), ciertos influencers nos aconsejan baños de ano (para cargar el cuerpo de energías) o no beber agua durante todo un año (para conseguir que los riñones trabajen óptimamente), por no hablar de los gurús que achacan todos los males del planeta a las vacunas. Antes muertos que sencillos.

La idiotez y el coronavirus campan a sus anchas por el mundo. Barrunto que nos va a costar mucho más vencer a la primera que al segundo.

*Escritor.