TDturante unos días, los hambrientos ciudadanos de la ciudad libia de Misrata han descubierto que en sus cámaras frigoríficas había carne fresca. Y hacia allí han ido para alimentarse espiritualmente de esa sustancia amarga llamada venganza. Gadafi era el dictador que sabía demasiado y en nada convenía a Occidente un Gadafi altanero, de pie en el Tribunal Penal Internacional de La Haya contando sus pactos con algunos de sus agresores. Para eso están las multitudes airadas: para hacer el trabajo sucio del linchamiento. Ahora, ante la brutalidad de las imágenes, se pretende desarrollar la moralina de lo que se debe hacer con los sátrapas. Así, de esta manera cundirá el ejemplo en otros países insurreccionales y se inoculará el miedo en los palacios del poder omnímodo y salvaje. De paso, la OTAN quedará exculpada de la brutalidad de sus bombardeos. Porque, ya se sabe, es mucho más grave el linchamiento de un tirano que arrasar ciudades llenas de población civil. Lo de Gadafi es consecuencia de la barbarie de un pueblo por domesticar, piensan los cronistas de la City. En cambio, el bombardeo sobre la población civil se inscribe en los llamados daños colaterales.

En nombre de la libertad se han cometido no pocas atrocidades. Pero cuando los partidarios de la política prooccidental están a punto de tomar el poder deberían suscribir la hipocresía de las grandes potencias que han ido a auparlos hacia un nuevo estado de cosas. Al vencido no se le trata como un perro, sino como un cautivo justiciable. Aquellos que van a sustituir a Gadafi deberían haber preservado al tirano del linchamiento. Una cosa es una guerra ganada a partir de un derrocamiento y otra muy distinta es ofrecer el cuerpo del dictador a la soldadesca y a la curiosidad pública. Ha acabado mal el coronel de las pistolas de oro, pero peor empieza el nuevo Gobierno libio. ¿Con qué autoridad moral va a organizar la nueva Libia a sus fieles si estos han pasado de la condición de soldados a la de torpes carniceros?