Pese a lo que enuncia el título, no pretendo valorar si la corrupción es un riesgo «general», transversal, ubicuo. Para todos, como sociedad. Sobre todo, para no perder su tiempo porque la respuesta debiera ser evidente: lo es. Y aun con todo, aceptada y asumida la premisa, en ocasiones tendemos, incluso de forma inconsciente, a minimizar el peso de la corrupción reduciendo su «golpe» a un doble efecto negativo. Por un lado, el reproche moral, la deshonestidad, la ruptura del «contrato» de confianza; por otro, la consecuencia crematística, el robo, el desv(ar)ío del dinero.

Sin ser poco (más que suficiente para ganarse el calificativo de «ilícito»), es una reducción peligrosa, que deja fuera del circuito el resto de secuelas perniciosas de la corrupción política. No me engaño: las razones de esta reducción no son oscuras, y si están ocultas lo hacen a pleno sol, a vista de todos pero observadas por pocos. ¿Por qué?

Entre otras consecuencias, la corrupción impacta en el nivel de eficiencia de los servicios públicos. Y por supuesto, es directamente un freno a la inversión. Fíjense, como ejemplos de ayuntamientos con licitaciones amañadas han dado lugar a auténticos engendros, infraestructuras costosas o innecesarias, carísimos mantenimientos no presupuestados y otras formas chapuceras de dar de comer al Plan ‘E’ y sucesivos (servidos de dinero público).

Los daños de la corrupción no se restañan con disculpas y reconocimientos ni con devolución de cantidades (arrepentimientos y reparación del daño, para iglesias y juzgados). Cada caso, cada funesta acción, genera un pequeño «efecto caos» dentro de nuestro sistema.

Muchos han querido reducir la existencia de altos niveles de corrupción a una cuestión ambiental. O, si queremos, a una variante «geográfica» que no es más que un eufemismo tras el que se esconde una acusación cultural: en los países latinos hay mayores niveles de corrupción. La indicación, interesada, es también falaz. No hay una mayor predisposición por nuestra inclinación a la «picaresca» ni son precisamente nuestros tribunales cómplices de la corrupción. Estos argumentos son una «venta». Son, cómo no, ideología. Nos estamos acercando, verán.

La entrada del expresidente Lula en la cárcel en Brasil ha permitido rememorar escenas similares, algunas de ellas con añejo sabor patrio. Lula, condenado por demostrado blanqueo de capitales, acreedor de un enriquecimiento ilícito y sabedor de que hiere de desconfianza el sistema, entra sin embargo portando el estandarte de la injusticia. Del represaliado. Porque lo hace con el aliento inquebrantable de sus seguidores, cientos, miles, millares. El abrazo sincero de los que sienten descabezados y humillados por el trato a su líder prometen trabajar en… buscar venganza. Es decir, un «tú más», que en realidad es un «tú también». Arrieritos y tal. La ideología como trampa.

La corrupción nace de una oportunidad. El momento exacto y la capacidad de hacerlo. No vale predicarse virtuoso sin haber salido del salón de casa, claro. Pero cuando un político, un servidor público, se ve ante la encrucijada hace lo que tan bien definieron Kahneman y Tversky: un cálculo de probabilidades. Lo convierten en un análisis de riesgos.

Antes de tomar la opción, de saberse corrupto, cualquiera hace una doble medición de riesgos: el primero, la posibilidad de ser cogido en falta. Que, normalmente, se enfrenta a la certeza e importancia de la ganancia, cuánto me reporta lo que voy a hacer y qué visibilidad tiene. Todo este proceso mental, por enfermo que nos parezca, es lógico y no difiere en mucho del que hacemos cuándo compramos una casa o cambiamos de trabajo.

Pero hay otro riesgo a tener en cuenta. ¿Me defenderán los míos? ¿Esto me separa de mi partido, de mi facción, o podré venderme como mártir, arrastrado por el sistema? ¿En manos de qué? De la ideología. Ahí está el riesgo, que nos vendan como una guerra intelectual, como una debilidad humana escorada a conveniencia a los planes de la derecha o de la izquierda. La suma de lo robado aquí contra lo robado allá. Quien entra en ese juego debe saberse cobaya en un laberinto sin salida. En el juego de reírle las gracias a los nuestros. No busquen salida honesta. No la hay.

Repítanse: la corrupción es delito y deshonestidad. El riesgo será individual, pero el daño, colectivo. Lo demás, cortinas de humo y ganas de ver la viga en todos los ojos menos el tuyo.

Pero en esas estamos: de ver «héroes» a puertas de cárceles vivimos estos días. Sólo que son delincuentes. Porca miseria.