Dramaturgo

La cosa cultural y tal anda jodida y la imaginación de empresarios y promotores se ha disparado. En Italia hay un museo de arte que ha organizado una exposición con obras hechas con salchichones y dejan que el público se las coma. En Alemania hay una orquesta que interpreta a Mozart completamente desnudos y dicen que se llena de melómanos (y otros maniáticos) el auditorio. En Alicante, mi amigo Manolo, director del Teatro Principal, regala bombones a la salida de los espectáculos para dejar siempre buen sabor de boca, haya tenido éxito o no. Una compañía de teatro española envía la propaganda de su producción El arte de destrozar una comedia dentro de una lata de sardinas, que debe abrirse como cualquier lata de sardinas. Una biblioteca de Bélgica tiene perfumados los libros según el título: olor de camelias para leer a los románticos; a humo de fogata para Robison Crusoe; a azufre para Fausto, a lavanda inglesa para Shakespeare y así hasta llenar pituitarias al ritmo de poemas y frases. Un teatro de Nueva York está dispuesto a dejar fumar en su interior para atraer a los ejecutivos que fuman como posesos en las puertas de sus despachos y se hielan en invierno. En Madrid hay una sala que entrega tomates a los espectadores para que los arrojen, si es preciso (que es siempre), al final de la actuación.

Desde que el ciego se ponía en una esquina y clamaba su desgracia para atraer al público y lanzar sus romances, el ser humano no ha dejado de ingeniar medios para aumentar la afición por lo culto (porque lo inculto ya se publicita con Boris, revistas del corazón y condes lequios), lo malo es que pueden llegar a tocarse los extremos si se pasan un pelín.