Quien tiene una familia unida, grande o pequeña, sabe que es un tesoro que debe proteger a toda costa, como un puerto seguro en que recalar para celebrar los buenos momentos y para resguardarse en tiempo de tormentas. Familia que se hace por lazos de sangre, pero también por coincidencia, ganas y ratos compartidos.

Hay un código verbal y no verbal entre los miembros de una familia, momentos vividos que se quedan ahí, como un anecdotario común al que con el tiempo se van sumando detalles, ciertos o inventados, y que acaban siendo patrimonio de varias generaciones, como la vajilla de La Cartuja o el sable del bisabuelo de la guerra de Cuba. Veranos de campo, rodillas raspadas y primos, navidades con menús que se repiten, vivencias en viajes, canciones... Incluso hay palabras que, por alguna razón que apenas se recuerda, han cambiado de significado o grafía y se aplican ya sin plantearse el motivo o el origen.

En mi casa, por ejemplo, la lasaña es saña. Porque en algún momento una niña decidió que decir la lasaña era redundante, así que la saña es eso que se come con alegría algunos domingos. Un akelarre es lo que dice mi padre que montamos cuando nos juntamos sus hijas para pasar un fin de semana de chafardeo (hablar y hablar sin parar). Si llueve nos protegemos los pies con botas kapiruskas, y el salmorejo se come con huevo duro, jamón picado y patatas fritas en daditos. Y el brócoli es motivo de guasa.

Supongo que más que el hecho en sí es la sensación de pertenencia a un grupo, de tener unas raíces y estar entre personas que te conocen, saben quién eres y te aceptan a pesar de ello.

Y en estos días raros, tan inciertos, agradezco infinito tener una familia como única certeza de que hay cosas que aún funcionan, como un pequeño orden dentro de este caos generalizado, la pieza que encaja en el puzzle que intento rellenar a pesar de quienes se empeñan en normalizar lo que es de todo menos normal.