Son las cosas cotidianas las que nos cuentan la historia. Una vasija recuperada del fondo del mar nos habla del garum, la salsa de los romanos, y nos acerca a las costas de Cádiz. Donde ahora mismo se tuestan al sol cuerpos nacionales y extranjeros, se afanaban hace siglos los conquistadores, ignorantes de que también ellos serían memoria algún día. Una crátera guarda aún el aroma del vino mezclado con el agua, un pecio cuenta el fragor de la batalla, monedas de oro enterradas en el fango siguen oliendo a codicia. Los arqueólogos consideran tesoros las esquirlas, las puntas de hueso, el humilde menaje que nos habla de la hora de la comida en un ritual repetido desde siempre.

Las cosas cotidianas cuentan la historia, sí, no las grandes gestas. Igual que el mar muestra en sus naufragios la esencia de lo que somos. Como ahora, cuando las olas devuelven con calma una y otra vez los cuerpos de los refugiados. Las mujeres. Los niños. Los que tienen más suerte llegan a los campos y comienzan su pequeña vida, la verdadera historia que no contamos nunca. Buscan una esquina soleada, lejos del mar, que les trae malos recuerdos. Y poco a poco se van amoldando a la rutina de lo cotidiano: salir a buscar comida, hacer cola, desacostumbrarse al lujo del grifo, del agua caliente en la bañera. Cómo se baña uno en esos sitios. Qué come. Dónde cocina. Cómo lava los platos. ¿Los niños hacen deberes? ¿A qué juegan los niños en los campos de refugiados? ¿Qué encontrarán los historiadores siglos más tarde o cómo explicarán nuestra indiferencia ante la ignominia?

Pulirán los objetos, expondrán lo que queda de aquellos días. Una zapatilla desparejada, restos de un cadáver en la playa, alguna moneda de un país abandonado a toda prisa por culpa de una guerra. Una vasija. Restos de quienes se consideraban a salvo de la historia hasta que esta los golpeó y de qué modo. Cosas cotidianas, cargadas de vergüenza. Cosas que nuestra ignorancia egoísta cree que no vamos a conocer nunca.