Hay hombres --que están muertos o en la cárcel-- que deben sentir que su santa esposa pertenece a su coto privado, que no puede salir viva de su linde o que tiene contrato vitalicio con él, diga ella lo que diga, sienta lo que sienta, decida lo que decidiere y así, acaban con el problema con la escopeta, el arma blanca o fuego en el piso.

Hay hombres así. Ella, que se quedase en su coto, que no vaya más allá de las lindes, que no rompa el contrato cuando no pueda soportar más una firma y un sentimiento que ya mudó. Está visto que sólo se les ocurre --a hombres como estos hombres-- otra cosa que disparar, acuchillar, atropellar, estrangular. Además de todas las cosas que las mujeres saben que pasan, antes de ese fatídico momento.

Enferma sociedad patriarcal de usos y costumbres que no consiguen cambiar las leyes sobre papeles y documentos que se pisotean y se manchan de sangre. La sangre de esas ya demasiadas mujeres que ni se aman ni se deja que amen a otros, que se descuidan no lo suficiente como para que puedan cuidar de sí mismas. Libres. Fuera del coto, de aquella linde, sin estipulación ni conveniencia.

María Francisca Ruano **

Cáceres