Si algo florece con especial virulencia durante las crisis son los extremismos. Su éxito se debe a que la narrativa de los extremos, con sus estridencias, imágenes impactantes y su discurso hiperbólico, se antoja muy seductora para la ciudadanía.

Se da esta polarización durante las crisis políticas y, por supuesto, también en las sanitarias. En los últimos meses hemos sufrido un alud informativo que ha sido el caldo de cultivo perfecto para los extremismos. Por un lado, tenemos a los “covinazis” y, por otro, a los negacionistas. Los primeros ponen todos los huevos en la misma cesta, y actúan como si la Covid-19 fuera el único peligro del que tuviéramos que defendernos. Algunos, incluso, sufren el síndrome de la cabaña, y hacen todo lo posible por vivir en una burbuja, obviando que de esta forma castigan a su sistema inmunológico. Por otro lado, los negacionistas, de naturaleza conspiranoica, se afanan en urdir a toda costa teorías con excesivos protagonistas y tramas secundarias: Bill Gates, las vacunas, el Club Bildelberg, George Soros, la tecnología 5G, la hegemonía china, etc. Todo les vale. Vamos, que todo esto no es más que una confabulación de todos los Gobiernos del planeta para evitar adoptar la solución mágica, que pasaría por el uso de productos baratos como la hidroxicloroquina o el dióxido de cloro.

Los primeros viven en una burbuja, y los segundos, tan osados, niegan incluso la pandemia, pese a que en España han muerto -se calcula- 50.000 personas.

La tercera vía, la de la prudencia sin recurrir al pánico, es la que defienden las autoridades sanitarias, y la que, creo, deberíamos seguir. Es cierto que son muchos los brotes actuales, pero no es menos cierto que el índice de mortalidad ha caído a niveles muy bajos.

Habrá que prosperar en la (aburrida) moderación hasta que desaparezca el coronavirus, y con él los cansinos e incansables extremistas.

*Escritor