Creemos para sentirnos protegidos, por temor a la angustia y al vacío; a que después de todo no haya nada, nada, y todo se termine en este mundo y para qué, y no hayamos sido capaces de cargar con la existencia dando el máximo, ¿y si después no hubiera nada?, ¿y si supiéramos que después no hay nada sino un agujero o una llanura que nos engulliera, o simplemente unos huesos dormidos para siempre? Huellas de esa zozobra, esa incertidumbre, ese pánico a la finitud... nos dejaron, entre otros muchos, Unamuno, Kierkegaard, Camus, Sartre ... Entre Dios y la nada, libro que este semana presentó el filósofo Pedro Cañada , y a cuya presentación asistimos, y cuya lectura y coloquio posterior y largas conversaciones y experiencias con creyentes y no creyentes a lo largo de los últimos años me sugieren algunas reflexiones.

Dios como un asidero y la fe como un consuelo ante la imposibilidad de comprobación empírica de la existencia de Dios y ante la angustia de que luego no haya nada y de que seamos seres con fecha de caducidad. Y ese el problema para mí, que nuestra creencia se base en el consuelo, en el miedo a la nada y que nos tomemos la vida tan sólo como un paso hacia la otra vida, la real ; que nuestra existencia aquí se reduzca a un mero trámite en el que, si acaso, dedicarnos a ganar puntos para el más allá, para que Dios nos tenga entre los elegidos, entre los que estarán a su vera.

Soy creyente, y quiero pensar que hay otra vida (o varias, por qué no), pero quizás todo sea una falacia y no haya nada (y me tendré que aguantar y convertirme en osamenta bajo la tierra y ya está), y sé que hay cosas que no alcanzan nuestro entendimiento ni nuestros sentidos; al igual que los perros son capaces de oír sonidos que a nosotros se nos escapan. Pero mi creencia no está basada en el afán de consolación ni en pensar que Dios me ha elegido a mí precisamente ni en que esto es una competición para ganarme el cielo o vaya usted a saber qué. Tampoco quiero pensar que si después hay algo más esta vida terrenal merezca nada o menos la pena. No; mi creencia en Dios me empuja, por el contrario, a darlo todo en esta vida, a quitarme el miedo, a tirarme a la piscina y a construir en positivo, a amar y a luchar para que la alegría y la justicia tengan su lugar aquí, y a hacer todo esto no porque haya o deje de haber otra vida después, sino precisamente porque la fe o nos hace crecer aquí, o nos empuja a la radicalidad en la forma de vivir, en las opciones que tomamos y en las relaciones con los demás o a mí no me sirve; y yo bien poco vivo la implicación y el compromiso. O nos empuja a la búsqueda de la felicidad de los otros y nuestra aquí o para qué; y quizás yo bien poco vivo el gozo...

*Periodista.