El caso del celador que se atribuye la muerte de al menos 11 ancianos de un geriátrico de la localidad catalana de Olot, no parece, a tenor de los datos iniciales de que dispone la justicia, muy distinto del de otros asesinos en serie en hospitales o residencias: una persona aparentemente normal e incluso bondadosa adolece en realidad de un grave trastorno psicológico que la lleva a matar en nombre del presunto sufrimiento que así ahorra a sus víctimas, personas con una calidad de vida ya muy mermada. Huelga decir que nada tiene que ver esta actitud enajenada y delictiva con el derecho a una muerte digna que, pese a las lagunas que presenta aún hoy el ordenamiento jurídico, asiste a toda persona.

La sucesión de presuntos asesinatos que va emergiendo requerirá de la mayor pericia de los técnicos forenses. Solo una reconstrucción a fondo de la actuación del imputado en los cinco años que llevaba en la institución geriátrica permitirá esclarecer la verdad. Y si resulta que, efectivamente, el celador es un asesino en serie, habrá que revisar los protocolos de certificación de fallecimientos en los geriátricos, porque, en el caso de Olot, las primeras sospechas no se han tenido hasta un año después de las primeras muertes. No se trata de sembrar desconfianza generalizada en las residencias de ancianos, pero los familiares de quienes están alojados en ellas deben tener la tranquilidad de que en esos centros se vela por la vida y la salud de sus allegados y no hay margen para una perversión tan dramática de sus funciones por parte de un perturbado.