La conmemoración del 70º aniversario de la fundación de la OTAN se ha traducido en la cumbre de Londres en un cruce intempestivo de reproches en el que han sobresalido las figuras de Trump y Macron, representantes respectivos de dos concepciones divergentes de la Alianza Atlántica. Mientras para el presidente de Estados Unidos, y en general para el mundo anglosajón, el primer asunto a debatir es el aumento de la contribución europea, la cuestión prioritaria para el presidente de Francia es definir de nuevo cuño los objetivos y la estrategia atlantista frente a la amenaza del terrorismo global. El planteamiento estadounidense parte de la premisa de que los europeos son los principales beneficiados por la existencia de la OTAN y, en consecuencia, deben allegar más recursos a la defensa común; la crítica francesa responde a la impresión bastante extendida de que la OTAN sufre una segunda crisis de identidad. La primera fue la que siguió a la desaparición de la URSS; la presente tiene que ver con la ineficacia estructural de la organización para responder a nuevas amenazas que escapan a la concepción clásica de la defensa.

Si la confianza impregnara las relaciones entre las dos orillas del Atlántico, quizá fuera posible un debate sosegado, pero la situación es justo la contraria. En un clima mucho peor al que era de prever cuando Trump llegó a la Casa Blanca, la sola idea de que la Unión Europea promueva la creación de alguna forma de organización militar autónoma, aunque asociada a la OTAN, ha contribuido a enrarecer la atmósfera. Si a ello se suma la decisión de Trump de marcharse sin hablar con la prensa, solo cabe concluir que la OTAN ha abundado en una insólita y arriesgada imagen de desunión.