THtace unos días tuve que explicarle a un amigo culé que el hecho de que no fuera aficionado a un equipo de fútbol no se debía a una malformación genética. No sé cuántos somos, pero pertenezco a ese ejército de personas que ve un partido dispuesto a disfrutar del espectáculo y deseando que gane el mejor, que es lo que me contaron que es la esencia del deporte. Sólo me tuerzo un poco cuando juega la selección o un equipo español lo hace en una competición internacional. Entonces sale la venilla nacionalista y no dudo, tengo equipo...

El pasado miércoles me senté frente al televisor para ver el espectáculo de un Madrid-Barca en Champions. Y el espectáculo no me gustó nada. Me sorprendió la agresividad con la que se trataron jugadores que después comparten camiseta en la selección, las tanganas que se organizaron cada vez que se pitaba una jugada polémica, el impropio juego de engaños con el que algunos jugadores pretendían llevar al árbitro al error y, como colofón, las explicaciones del derrotado Mourinho construyendo una teoría de la conspiración en torno a los errores arbitrales, que seguramente los tuvo, obviando la racanería con la que su equipo había afrontado un encuentro tan trascendental. Después nos quejaremos de la telebasura, pero la dosis del género que brindaron los dos equipos a cientos de millones de personas no es nada desechable.

Pero seríamos un poco injustos si desde los medios sólo cargamos las culpas sobre el otro sin hacer autocrítica. Y algún día tendremos que reflexionar sobre el grado de complicidad con el que participamos en espectáculos tan bochornosos, calentando los partidos hasta la saciedad, prestando altavoz a los improperios, sacralizando tonterías tabernarias en grandes titulares, sosteniendo debates inducidos y tramposos, endiosando a personajes que exhiben actitudes tan raquíticas. Puede que el árbitro se equivocase al expulsar a Pepe y cometiese una injusticia al dejar al Real Madrid con 10 jugadores. Todo es discutible. Pero cuando un jugador como Messi marca un gol después de dejar sentados a cuatro defensas y supera a un inmenso portero como Casillas --cinco jugadores, la mitad del equipo-- señalar al juez sin echar un vistazo al jefe del banquillo resulta obsceno. El fútbol no es así, aunque algunos se empeñen y, a veces, nos arrastren.