Alguien dijo que la política consiste en una combinación de burocracia y publicidad. Burocracia para administrar el orden imperante, y publicidad para convencernos de su legitimidad. Esto siempre ha sido así. Pero si el escenario y el lenguaje con que el poder «vendía» tradicionalmente su producto eran los de la sublimidad estético-religiosa, ahora ese escenario y lenguaje son los mismos con que se publicitan el resto de mercancías (un líder o medida política se venden hoy igual que cualquier otro producto en el mercado). Ahora bien, esta secularización democrático-liberal de la propaganda política tiene sus propios problemas: el universo publicitario se expande a tal velocidad que la lucha por captar la atención (no menos dispersa) del cliente/ciudadano exige nuevos recursos. Y uno de ellos es el de la crispación.

Tanto en los medios de comunicación clásicos como en las redes, la crispación genera un efecto extraordinario de atención; la «bronca» hace que la gente ocupe más tiempo en una red social o frente a un canal de televisión o radio, de manera que pueda recibir la mayor cantidad posible de mensajes publicitarios -o políticos-, y de que regale la mayor cantidad de información posible a sus proveedores de publicidad -también política-.

Pero el mecanismo publicitario de la crispación no solo sirve para captar la atención del ciudadano, sino también para crear otros efectos de mayor enjundia, como la escenificación de controversias políticas simuladas (y la invitación al ciudadano a participar virtualmente de ellas). En nuestros sistemas parlamentarios nadie parlamenta realmente sobre nada (tan solo se exhiben argumentarios prefabricados y coreados luego por los «parlamentarios» de cada grupo), pero el ruido y la furia de la crispación provocada puede hacer parecer que sí. Y con eso basta para dar una pátina de legitimidad democrática al juego político.

DE OTRO LADO, para que la estrategia de la crispación funcione hay que anular toda posibilidad de diálogo real. La crispación vive de la polarización y del encono artificial de las posiciones (justo lo opuesto a la apertura al espacio común de la razón que supone el diálogo). Generar ese enconamiento es, por demás, muy fácil: basta jugar con el sesgo de confirmación, algunas falacias argumentales y la tentación que tenemos todos de auto-afirmarnos a toda costa. Esta estrategia es parangonable, por cierto, con aquellas tácticas publicitarias que buscan la fidelización del cliente asociando el producto o marca a su idiosincrasia y a la satisfacción de sus necesidades emocionales. El «yo soy de tal o cual partido u opinión» es comparable al «yo soy de tal o cual marca de coche, ropa, bebida...»; en ambos casos la identificación es, además, tan pasional que se muestra casi completamente indiferente a datos y argumentos.

Pero la inmunidad a pruebas y razones que inocula la crispación no solo responde a mecanismos psicológicos o falacias lógicas; otra de sus causas es la vaga e inconsistente (pero persistente) creencia relativista en la imposibilidad de una verdad objetiva, en todo, pero especialmente en política, con lo que el debate honesto (en que la partes se rinden eventualmente a la razón) no puede ser otra cosa -se concluye- que impostura o simpleza. Este relativismo anda también tras la actitud cínica del sofista que identifica sin disimulo «su verdad» con la «verdad» (o del publicista que identifica con descaro su interés comercial con el genuino del comprador).

Hace días, en una magnífica ponencia en Cáceres, el filósofo Germán Cano hablaba de la afición a las explicaciones conspiratorias como una forma de «teoría política» para pobres (de espíritu). Yo añadiría otro elemento: la sensibilidad a la estrategia de crispación. Una y otra serían el envés político de ciertas tácticas publicitarias -en las que la «conspiración» equivaldría al ilusorio «alineamiento» de factores que «justifican» el consumo de un producto, y la «crispación» a la alienación emocional correspondiente-. Sea como sea, el resultado de la publicidad y la política es el mismo: la compra compulsiva de un producto puramente simbólico y de valor ficticio.

*Profesor de Filosofía.