Otra vez Cristina somos todos, pero solo ella murió en la yesería. Nadie cerró sus ojos adolescentes ni enjugó su última lágrima incrédula ante la muerte inesperada, ni acompañó su cuerpo sin vida hasta que apareció en la poza. Todos somos Cristina, pero solo su familia tras velar el pequeño cadáver entre el cariño y la solidaridad de un pueblo horrorizado, tras darle sepultura entre las flores, quedará luego a solas, apagado el tumulto de los pésames, con la certeza negra y honda de la tristeza inconsolable, con la condena inapelable del hueco imposible de llenar, con el vacío sordo de un mazazo brutal que no mitiga ni una cohorte de psicólogos, ni la fe en un dios que esa tarde no pasó por Seseña, ni el tiempo que amenazará para siempre con el recuerdo del Sábado Santo de 2010 cuando el mundo se les vino abajo en una angustia sin confines. Todos somos esa niña apaleada, pero solo su madre revivirá los meses que la llevó en su vientre, las tiernas náuseas del embarazo, el milagro del minúsculo cuerpecito, el calor de mecerla en sus brazos, sus muslos mulliditos de bebé, la primera papilla, las noches sin dormir vigilando su fiebre, su enormes ojazos dulces creciendo bellos, inteligentes y maduros solo hasta los trece años. Todos somos la adolescente maltratada hasta la muerte pero solo su padre ha sentido que le arrancan el alma como le han arrancado a su pequeña. Todos somos esa niña inmolada en un salvajismo atroz pero solo sus hermanos sabrán lo que es la vida cotidiana sin Cristina a partir de ahora. La muerte de un hijo, de un hermano, de un nieto, provoca un dolor inexplicable e insoportable que se agiganta cuando llega de modo absurdo cargada de ruido y furia, de maldad ciega, de crueldad animal. No hay razones para una violencia adolescente que crece y crece sin distinción de sexos. Tampoco palabras que consuelen del horror. Todos somos Cristina, pero ella es la muerta. Nosotros solo somos testigos espantados de que a veces el ser humano --¡incluso en la niñez!-- se iguala con la bestia.