Fue de enero en su principio, del año que va corriente, cuando llegó al continente noticia de un estropicio: era venido de Oriente desde la lejana China -la de porcelana fina y el arroz siempre presente- un bichejo pernicioso, un virus extraordinario, maligno y atrabiliario... y además, muy contagioso.

Nadie sospechó al principio que fuera aquello, de nuevo, al igual que en el medievo, la ruina de municipios. Nadie advirtió a campesinos, ni a burgueses vecinales, ni a villanos menestrales, ni a frailes, monjas o dueñas, ni siquiera a principales (que tanto nos desgobiernan), cómo fuera peligroso, cómo si Dios no remedia, el tal germen contagioso formara grande tragedia.

En su deambular impío infectaba toda Europa y como el viento de popa que impulsa raudo al navío o como chispa en la estopa que inicia un fuego bravío, así se expandió la peste, ya fuera por toda Italia, ya fuera en la Hispania agreste, ya recorriera la Galia, ya la Britania celeste.

Incluso allende los mares se conoció la pandemia (que así la llaman seglares de la médica Academia). Ni ciudades millonarias, cual Nueva York o Chicago, ni llanuras esteparias, ni la región de los Lagos ni tampoco la Florida se libraron deste mal, desta enfermedad fatal, ignota y sobrevenida.

Y hubo cierto emperador de los Estados Unidos que recomendó, crecido, como remedio mejor, perfusiones con lejía y frotes con detergente, que condujo a mucha gente a sufrir disentería.

Mas lo peor deste morbo es que la ciencia ignoraba -confesarlo es gran estorbo- cómo el virus se curaba. O cuál era su vacuna, o si hubiera algún remedio, un elixir intermedio para tomarlo en ayunas. Por mucho que se afanaban los galenos europeos la muerte ganó trofeos por do el mal se propagaba.

¿A quién acudir entonces? ¿Qué dioses fueran propicios en sus estatuas de bronce para finar los suplicios? ¿A qué adalides seguir, qué consejeros buscar, qué Supermán encontrar, qué paladines pedir? Ya no quedaban torneos, ni caballeros andantes, ni amores, ni camafeos, ni magos ni nigromantes. Ni siquiera un don Quijote que a lomos de Rocinante buscara, mundo adelante, cura contra aqueste azote. ¿Do encontrar un Palmerín, héroe de las mil batallas, que dispusiera murallas contra el virus malandrín? ¿Do contar con Galaor y su fiereza en combate que del microbio el embate convirtiera en mal menor? ¡Aquí viniera don Suero, de la saga de Quiñones, a luchar con dos bidones del más acendrado acero (llenos de mágico emplasto), y esparciera por el mundo el líquido nauseabundo frente al bichito nefasto!

Así que nos confinaron para probar si Fortuna fuera la diosa oportuna, pues del cielo nos robaron los auxilios necesarios. Nadie saldría a la calle, todos transitando un valle de encierro domiciliario. Y lo que ayer era útil, lo que ayer imprescindible, fue mañana empeño fútil, una quimera imposible.

¡Ay continente moderno, el de industrias bien señeras, el de asfalto en carreteras, el del arte sempiterno! ¡Malhaya la vieja Europa! Tanta riqueza acopiada, tanta ciencia renombrada, tantas mesnadas de tropa que no le sirven de nada ante tan nimio enemigo. Frente a tamaño castigo, se encuentra desorientada.

¡Ah contingencia humana! Tan fuertes cual nos creímos y somos franca diana de los dardos de un... comino.

*Catedrático de instituto jubilado.