Entre todo el ruido generado por el problema político catalán, lo más lastimoso es precisamente eso: su carácter político. Quienes más ganan con su extensión en tiempo y con la secuencia de inmerecidos espectáculos es la clase política. No quiere decir esto que sea una demanda inventada, irreal, o que se carezca de una base (me resisto a denominarla histórica) que demande independencia. Tampoco digo que se produzca un equitativo reparto de culpas políticas en las actuaciones frente al problema (porque no es así). Pero hay datos llamativos que avalan hechos constatables: ni es un problema ciudadano ni una preocupación capital.

Tan sólo hace sólo unos meses, el CIS señalaba que sólo el 1,2% de los españoles señalaba como principal problema del país la cuestión separatista. Y, obviando que conforme a la Generalitat aquello era la marcha del millón de hombres o según la delegación de gobierno una reunión vecinal, lo cierto es que la manifestación propia de la Diada muestra un amplio apoyo, pero ni de lejos multitudinario ni capitalizable como un apoyo sin matices. Teniendo en cuenta el alto grado de autonomía que tiene no sólo Cataluña sino cualquier otra región en España, el separatismo pasa a ser, primero, cuestión ideológica, y segundo, materia sentimental.

Si nos paramos en estos dos aspectos, ya tenemos herramientas para advertir el por qué y cómo de la secuencia de acontecimientos. Los líderes del separatismo saben que su camino se fundamenta en la exaltación de emociones. ¿Qué es la legalidad frente a una demanda popular? ¿Qué fuerza tiene un ordenamiento contra la marea de un sentimiento o clamor de un pueblo? En muy pocas ocasiones como ésta me ha parecido que la apelación a la legalidad estaba menos justificada. Oyendo declamar al corifeo en el Parlament uno empieza a entender que «el amor lo puede todo».

Claro está, nada de esto es realmente así. Por supuesto que la legalidad debe imponerse, básicamente porque su utilidad reside en la defensa de todos y no sólo a unos pocos. Las reglas de juego (el ordenamiento jurídico) nacen de nosotros mismos y sirven para asegurar un marco de convivencia común. No sólo para los que a mí me interesan o me votan. Volvemos al primer argumento: estamos ante un problema político. Tanto que, con el paso de los días, persiste en mí la sensación de que se produzca o no la fraudulenta votación del día 1-0, la clase política independista ya ha ganado. Porque el mensaje que subyace no apela a razones, terreno que saben perdido.

Si no hay votación, les servirá el traje de mártires y la mitología creada de la lucha de un pequeño pueblo contra todo un poder público (como el que ellos representan y gestionan) «opresor». Si la hay, proclamarán el mejor triunfo de la democracia, que será el que suyo porque así lo han creado. Será solo la narración de los que me compran todo lo que vendo. Hasta el material defectuoso, que diría Robe. Difícil será que cualquier cierre del próximo día primero de octubre no lo sea en falso.

Tampoco se ha trabajado bien desde Madrid este problema. Que ni es reciente ni es desconocido. Una actitud acomplejada de la izquierda ha dado alas a las intenciones nacionalistas. Durante años la izquierda política ha jugado la carta de la equidistancia ignorando que sus propios votantes estaban en desacuerdo con ello. Todo lo que se acercara al patriotismo, a la solidaridad regional o a señalar que vuestras regiones no gestionaban correctamente sabía a rancio, a caduco. Pero no es centralismo, sino un sentido común que han abandonado en pos de un camino que pretende contentar a demasiados y que no satisface a nadie.

Y a su lado, sumando, una derecha que sólo confía en la acción y no en el diálogo. Ahora nos olvidamos, pero es la misma que crece y busca confrontación. Que se rasga las vestiduras, olvidando que ha alentado boicots o dado cobijo (con siglas) a mesas contra el estatut. Ahora, la habitual paciencia de Rajoy juega a nuestro favor, porque está teniendo el acierto de no seguir el juego de malabares ni responder a bravuconadas. Pero a partir del 1 de octubre esto ya no valdrá.

¿Estamos atrapados? Al menos hasta que la presentación del problema por los políticos catalanes no sea una huida hacia adelante o un abuso de la confianza del electorado. Del que, convenientemente, se han olvidado y ha instrumentalizado. Ya saben: nosotros somos el pueblo. Esto, seguro, les suena.