Pasada la fascinación de la primera estancia, esta vez he concentrado mis esfuerzos en comprender las múltiples complejidades de un país tan acogedor como hostil por el que siento una predilección casi innata. Pasear por La Habana es algo así como recorrer varios fragmentos de mapa que, adyacentes, cuestionan los tiempos y los hacen colisionar con una armonía suficiente como para querer volver. Junto a los oriundos de sus calles céntricas conviven turistas de todo el mundo. Si estos últimos se alojan en antiguas casas coloniales reformadas con los dólares que aterrizan desde Miami, los primeros ocupan espacios similares, esta vez a medio derruir: el contraste se da, literalmente, en pocos metros: las maletas y las propinas habitan cerca de las favelas en que se han convertido construcciones palaciegas donde cinco o seis familias comparten un patio de luz y varios tabiques desconchados. En algunos casos, las remesas se notan dentro de la misma casa: de cuarto a cuarto -cristales rotos o no-, un pasillo delimita la visibilidad de la desigualdad social en una nación que, sin embargo, goza de una alta esperanza de vida y donde sus ciudadanos, en mayor o menor medida, tienen las necesidades básicas cubiertas.

Siguiendo el contrapunteo, hay cafés hipsters junto a mercados donde se vende carne sin refrigerar; vehículos franceses actuales, ladas rusos de los años setenta y coches americanos de los cincuenta; gente negra, blanca, mulata, china… compartiendo la misma plaza en la que, mágicamente, hay acceso a internet. La diversidad racial, en un sistema cuyo dogma enarboló el fin del racismo basado en las condiciones materiales, llama la atención de mis alumnos, acostumbrados a la doliente segregación estadounidense. De repente, unos muchachos se ríen de mi acento español: «¡qué pasa, tía!». A pocos metros, la embajada española se levanta solemne: muchos días se pueden observar largas colas de cubanos que intentan obtener el pasaporte de sus antepasados. No todos guardan la intención de establecerse en la Península, sino más bien de utilizarlo para viajar a Estados Unidos, que sigue, desde Trump, con su embajada cerrada.

ESTA TRIANGULACIÓN -de la antigua metrópoli a la antigua colonia, de la colonia al imperio del norte- ha creado un vínculo extraño, por sólido y duradero, entre España y Cuba, como ya documentase el historiador Manuel Moreno Fraginals. Una conversación con un diplomático cubano confirma mis sospechas: «da igual qué gobierno tenga tu país -el suyo no lo menciona: lo rige el eterno Partido Comunista-: la cosa queda en familia». Y algo tiene de verdad, ya que voy y vengo de la isla, y en mi clase explico sus tragedias, bondades y contradicciones, sintiéndome en casa.

Acaso sea el calor de la gente y no la política institucional lo que destaque, siguiendo la dicotomía que ya enfatizó José Martí en mitad de la lucha por la independencia. Aunque suene a tópico, esa acogida al extranjero es lo que configura un acercamiento que demora poco en transformarse en afecto. Existe, eso sí, una mediación con el turista que viene marcada por la necesidad material y la existencia de una economía imposible materializada en su doble moneda: el peso cubano, de menor valor, y el peso convertible, equivalente al dólar e introducido tras la caída de la Unión Soviética, que manejan los visitantes.

En ningún otro país el turismo cala de manera tan flagrante en el bolsillo local como en Cuba, puesto que ese estado pseudo-socialista permitió la entrada al foráneo sin poner a su disposición una infraestructura del lujo gestionada por capital extranjero; en su lugar, las casas particulares, la transacción de favores y el apego personal brindan al que llega una comodidad que consiste en hacerlo parte de la familia. Sin embargo, más allá de la escasez cotidiana, una socialización histórica que parece cimentarse en la solidaridad abraza al otro sin reparos. Podría poner multitud de ejemplos, incluyendo la visita al médico de una de mis alumnas, quien fue atendida de forma gratuita con la mayor de la amabilidades. En una sociedad donde el dinero funciona a medias, trastabillado e inseguro, el capital social sustituye a la tarjeta crédito.

Es necesario ir a Cuba, regresar a Cuba, porque hay lecciones que sólo se aprenden allí y las trae su gente. La Habana, capital polifacética donde las haya, es un buen comienzo.