Tras el reciente fallecimiento de Johan Cruyff recordé con emoción las dos noches en las que tuve que cuidarlo como enfermera de coronarias y cirugía cardiaca del Centro Quirúrgico Sant Jordi. Era febrero de 1991. Lo atendí antes de que se durmiera, estaba solo, había pedido a su mujer que se fuera a descansar. Entré en la habitación preguntándole cómo se encontraba: "Muy bien. Fantástico", me dijo. Estaba delgado, pero con buen color. De su rostro resaltaban sus ojos azules. Tras controlar sus constantes vitales y darle la medicación, no pude resistirme a pedirle un autógrafo para mi hijo pequeño. "Por supuesto", dijo con entusiasmo. Tras acomodarlo bien, nos dio las gracias con su particular acento holandés. Al día siguiente me llamaron de la clínica para pedirme que fuera esa noche porque necesitaban reforzar el equipo de la uci debido a que Cruyff iba a ser operado esa misma tarde a corazón abierto. Cuando entré en la uci, estaba todavía dormido. Acababa de salir del quirófano. No se alteró en ningún momento y aguantó con paciencia las molestias de una operación de tal envergadura. Durante el resto de días que permaneció en la clínica fue invisible, todo le venía bien. Siempre muy agradecido con todo el mundo. Amable, alegre y buen paciente. Obedecía a todo lo que se le indicaba y se dejaba guiar por los criterios del cuerpo facultativo. Tras haber cuidado a centenares de enfermos cardiacos en 45 años de profesión, Cruyff ha sido la personalidad más relevante a la que he asistido.