Sentados en corro cenábamos cafés y porros. Y hablábamos de un futuro lleno de sueños de viajes y comunas. Entre Madrid, París y Argelia. Eramos seres ligeros y despreocupados. Luego cada cual siguió su vida. Algunos renunciaron a sus sueños. Otros trataron de construirlos lo mejor que pudieron. La mayoría se ´enserió´ grismente de un plumazo y aquello se quedó en deseo a olvidar.

Y van cayendo, desde hace un tiempo, en los cuarenta. La maldita palabra para quienes aún esperan que alguien les toque el alma. La palabra sonriente para quienes nos sentimos el corazón tocado. La palabra feliz para los exultantes de corazones y almas que brillan. La palabra indomable para quienes un día vivieron la acogida y al otro se transformó en rasguño feroz (con el tiempo se va, todo se va). Todos al borde del abismo y con los mismos miedos. Al fondo siempre el miedo, cruel, desgarrador. Y la sola voluntad no basta para aniquilarlo. El miedo al vacío, a que de pronto unas fauces negras y voraces nos engullan y el rastro que dejemos no valga la pena. Hay que regar de vez en cuando. Regar delicadamente y que algo bello florezca. ¿Qué hemos sembrado?

La crisis no fue a los treinta. Es a los cuarenta. A uno les llegó. A otros nos acecha. Y algunos nos contamos lo que no hicimos, y asoman árboles y niños y novelas y tener una granja en Africa y vivir de la poesía... Y que ese mundo, el de hoy, no fuera tan patético como el de ayer... y lo es...

¿Y ahora? Ruido, mucho ruido, demasiado ruido... Un barullo ensordecedor lleno de prisas, gritos, compras, insultos y desconfianza... Y a ratos dan ganas de hibernar hasta dentro de un par de años y tal vez despertarse y descubrir que ya es real ese otro mundo posible...

Los cuarenta de nuestras madres y padres fueron, para unos, la vida en las minas del norte francés llegados desde el Magreb o del Este. Para otros, el estallido del bienestar tras una transición descafeinada y heredera del régimen anterior con los deberes de verdad, justicia y reparación sin concluir; placidez acompañada para unos de la decepción de haberse quedado a mitad de camino (o sin haber llegado siquiera al meridiano) y para otros regada de adormecimiento y de la consigna de no menealla. Y a nuestros cuarenta (o casi) nos sentimos maduramente inmaduros e instalados en esta sociedad alienada y alienante, devoradora e insaciable sostenida sobre el hambre, la miseria, el llanto y el desgarro de la mayoría... Pero en los ratos de lucidez todavía cantamos (porque creemos en la gente y porque venceremos la derrota), todavía soñamos, todavía esperamos un barredor de tristezas, un aguacero en venganza, que cuando escampe parezca nuestra esperanza.

Y sabemos, sí, que todavía es posible que nos digan que no todo fue naufragar. Y que el jardín se ilumine.