A lo mejor todo está previsto desde siempre, y la religión tiene su sentido, y existen dioses todopoderosos que saben cómo tratar a los humanos. A lo mejor por eso países como España tienen por delante unos meses en los que el termómetro no baja de cuarenta. No es por maldad ni por castigo divino, sino por todo lo contrario. Los españoles tienen el verano que necesitan, una estación en la que apenas se puede dormir ni pensar con claridad y en la que cualquier atisbo de vida comienza a partir de las nueve de la noche. Si disfrutáramos de un clima suave, acabaríamos por volvernos locos. Menos mal que acaba junio, empiezan los calores, y poco a poco se va deshaciendo o derritiendo todo. A partir de ahora el olor a cloro, a mar o a tomillo de río alejará el hedor del fango en el que se revuelcan nuestras miserias. Acaba la campaña electoral, y entre unas cosas y otras, hasta septiembre no sabremos lo que nos espera. Finaliza el curso con una ley educativa que a su vez puede ser derogada en unos meses. Padres, alumnos y profesores quedan a la espera del ministro que toque. Todo permanece en suspenso. Los almacenes cierran en agosto, no se trabaja por las tardes, no se habla ni del paro (suben las contrataciones) ni de los refugiados, pero sí de los emigrantes que vuelven a la casa de la infancia. La independencia, los juicios, la corrupción... quedan pendientes para otoño como si fuéramos malos estudiantes. España entera se convertirá en una verbena de pueblo en pueblo. Menos mal que después del fútbol, las elecciones y el fin de curso comienza una siesta interminable, interrumpida en escasas ocasiones por el Tour, algún partido del siglo o la enésima canción del verano. Cuarenta grados a la sombra. Cómo para pensar en el futuro más allá de la próxima cerveza. Cuarenta grados. Qué sería de nosotros sin esta bendición divina.