Filólogo

El tiempo de la Cuaresma viene siempre con cara de invierno, apesadumbrada trascendencia y un incorrecto sabor a ceniza; anda lejos de la jaleada Semana Santa, ya casi convertida en laica, entre la pintoresca procesión y la romería playera.

La Cuaresma tuvo arraigo en el pasado: aquel imaginario medieval, angustiante y tenebroso, de iglesias tapadas con cortinajes de color morado, sin santos, como pisos deshabitados a punto de mudanza, abandono y orfandad; ese retablo tétrico, devino, como en cualquier orfanato autoritario y mandón, en desafección.

Aquel aterido entumecimiento arreciaba cuando las campanas enmudecían, se prohibían los bailes y la gente, de media y velo, era llevada, a golpe de carraca, a la penitencia por pecados antiguos, medievales, en un mundo donde todo era pecado, menos el potaje de los viernes.

Eso, quizá, quedó en la memoria árida, estricta: la gastronomía de la resistencia, primaria, y eficaz --repápalos o sapillos, fruta de sartén y patatas escabechadas--, reglamentada para los pobres, pero licenciada deshonestamente para los poderosos de la bula proteica, afrenta aún vigente. Nunca se cuestionó la dieta a que nos sometía la abstinente iglesia, ni la falta de frecuencia cardiaca que generaba la prohibición de bailar: aquella era una cuaresma de paraíso perdido, de cilicio para todo cuanto se moviera.

Fue difícil sustituir aquel cuadro tenebrista de "polvo eres y serás", por la luminosidad del gozo de vivir sin perdón por hacerlo.

La reflexión que nos queda es reconocer que en la evolución histórica de las creencias humanas se da con mucha frecuencia el aspaviento desproporcionado que atropella la conciencia y asfixia el alma y el cuerpo: un modelo mojigato y cueviforme, como las cuaresmas que dolorosamente padecimos.