XExl entramado de travesaños, vigas y rejas, entrelazados todos a la sucesión abigarrada de carros, talanqueras y tablados, daba a la plaza cuadrada un aspecto de trinchera y fortín ciertamente sugestivo e inquietante.

No era más que la urdimbre estival de los días de toros. Barzoneaban por el lugar algunos muletillas ceceando su origen andaluz y, al cabo, tras vaquillas y toro, quedaba en la tierra de la plaza el cuajarón de sangre de las víctimas de la fiesta, que a los muchachos nos impresionaba y conmovía.

Extraordinarios días de toros aquellos de los menguados años de infancia y adolescencia. Con la televisión, la gente se juntaba, y arrejuntaba, ante los cuatro aparatos que había en el pueblito para deleitarse con Ordóñez, Paco Camino o El Viti.

Ya en la juventud airada y contestataria del 68, los toros nos parecían una antigualla que permanecía sin ton ni son en el espectáculo irrisorio de una España caduca y trasnochada. Los toros eran, inexorablemente, símbolo de la charanga y pandereta que detestábamos a la luz del póster de Guevara y de los versos altivos del de Orihuela, que nos iluminaban desde la pared del cuarto en el que estudiábamos y anhelábamos los días de libertad sin ira.

Pero la fortuna es un laberinto y mucho corren las lluvias por los veneros del páramo. Tuvo que ser el denostado Sánchez Dragó, pertinaz novelista de siempre lo mismo y habilísimo orador, el que empezara a descubrirnos, en su Gárgoris y Habidis , la intemporalidad el perfil del hombre y el toro en el secarral ibérico.

Más que nada, el nuevo acercamiento al mito y a la estética de las corridas de toros tal vez lo provocara la pertinaz matraca de la antitauromaquia militante y el inefable machaqueo de las estólidas protectoras de animales. Con que corridas de toros no, ¿eh?... pues ahora vuelvo a asistir a ellas al son del pasodoble España cañí .

Y se hizo la luz. De una fatuidad tal como hacer lo contrario de lo que me digan, de repente uno descubre la silueta del clasicismo. Eso será bello hoy, mañana, antes de ayer y hace varios siglos. Es una composición clásica y me deleito en ella como en todo aquello que mi roma perceptibilidad me permite, como en un cuadro de cualquier maestro, una escultura de Rodin o en la severidad de san Martín de Frómista, por no ir más lejos.

¿Qué de qué hablo? De un torero dándole varios derechazos templados a un toro galano el otro día mismo, ahí, par de los eucaliptos del Paseo Alto, en la Era de los Mártires. Lucía el astro de abril como el oro de Indias y el índigo azul del cielo contrastaba con el blanco de la cal de la plaza y los colores de la bandera en las añejas gradas de cantería. Por acá y por allá, el vocero de los refrescos y el humazo de los vegueros, y de pronto, un mozo alto, con un fachón envidiable, le ciñó seis o siete pases a un toro bragado y se estiró de tal modo con él, que aquel perfil me dejó patidifuso. Qué modo de mover la muleta con la diestra y dibujar en el aire un vector de dirección y un caminito para que avanzara el morlaco.

¿Y saben quién?... El rey de la vaina esa de las telemiserables noticias: Jesulín de Ubrique... un torerazo imponente, ¡oh paradoja!, el cual volvió a colocar en su sitio la consideración que de nuevo tenemos de lo que ha sido siempre una ineluctable e irresistible devoción por el rito de la muerte del tótem ibérico: el arte de Cúchares .

*Profesor y escritor