Médico

No importa. Está para lavar. Un botón azul pende de un hilo vencido que trata de compensar su descuido cubriendo parte de la enorme mancha que ahora adorna su minúsculo cuerpecito. Al menos, se lo comió todo.

Pronto sortea la encimera de piedra pulida y vuelve a corretear por el pasillo, mientras despierta con sus canciones a esos amigos invisibles que todos conocimos y que, finalmente, gozaron del eterno don de la niñez. Andrea lo mira emocionada. La luz de sus ojos ilumina más allá de lo que el lamparón de puré pretende ocultar. Y éste, lejos de deslumbrar la estampa, no hace sino embellecer una inocencia de niño, con una gracia infinita que contagia sin quererlo.

La maquinaria de tren con sus vagones, el camión de bomberos y su sirena chirriante, el ejército de soldados invadiendo la alfombra del comedor; todos aquellos juguetes parecían tener vida propia cuando Ricardo se acercaba a ellos. Esa fogosidad innata en ese manantial de vida lograba colorear la mirada de Andrea una vez más.

Suena el timbre. Ricardo abandona su puesto de maquinista y corre veloz hasta el portón de madera que aún escucha su eco expectante. Es Teodoro, el cartero de siempre. Después de saludar al pequeño y bromear a propósito del ombligo que asoma bajo el elástico de su camiseta, entrega a su madre un sobre color sepia.

Andrea no puede disimular su inquietud y tiembla, en sus entrañas, más de lo que sus propias manos intentan delatar. Conoce su procedencia antes de leer una sola palabra. Es Ibrahim. Cuando nació Ricardo, decidieron apadrinar un niño como él, para compartir así parte de lo que éste, de una forma u otra, había traído bajo el brazo. Y era su hermana mayor la encargada de escribir, cada mes, para adelantarles los pequeños progresos de Ibrahim.

Teodoro se despide. Los soldados del ejército de plástico reclaman a Ricardo, atrincherados, sobre la tapicería estampada de las sillas del comedor. Pero el crío está asustado y no tiene intención de regresar a la contienda. Mamá no dice nada, calla en un silencio que consume el resplandor que unos minutos antes desprendían sus ojos.

De pronto, vuelve a fijarse en la tremenda mancha de puré. Sigue ahí, indeleble, pero ahora sería capaz de extenderla ella misma por toda la prenda. No importa. Tiene arreglo. Sin embargo, allí en Irak, Ibrahim y su hermana, madura a golpes de valor, sin el dinamismo de una juventud merecida ni el de una niñez de fábula, preparan el equipaje para huir de una guerra de intereses en la que nadie les ha pedido su opinión.

Un juego de falsos valores les obliga a participar en una marcha ciega, cuya meta será atravesar una frontera inútil, que les aleje del epicentro de un absurdo que se ha extendido por todo el mundo. No entienden nada. Hay que marchar y es Ibrahim el que, en su pequeña mochila, dispone sus muñecos para, inconscientemente, poder evadirse más allá de las fronteras, quizá en otro planeta, donde sólo se escuche el bullicio de sus juegos.

Ricardo mira a su madre y ésta vuelve a sonreírle. Entonces le enseña un dibujo de su amigo y, en una esquina de papel, con una letra traducida para volar sobre las escarpadas cimas de aquellas montañas dibujadas a un solo color, se puede leer un mensaje. El pequeño no tarda en preguntar por esos signos cuyo significado aún no sabe descifrar.

Andrea, con un brillo húmedo en su mirada, trata de ser ella misma quien se crea aquellas palabras, infantiles, como aquellos niños que, con tanto mundo entre ellos, parecían a veces estar jugando en la misma habitación.

En un profundo acto de fe, consigue calmar a Ricardo con unas formas que sólo una madre puede engendrar. Ibrahim se va de excursión y pronto escribirá para contar sus aventuras. Sin embargo, curiosamente, no parece envidiar el viaje de su amigo.

Ricardo continúa inquieto y, sin darse cuenta, abandona su ejército de soldaditos y se reconcilia con el maquinista del tren que, sin rumbo fijo, parece pretender ir lejos, muy lejos, quizá también a otro planeta.