Mis hijos ya tienen edad de pedirme un cuento a la hora de dormir. Para otros padres será algo muy especial, pero a mí me turba la situación. Después de tanto tiempo dedicado al sano mundo de las ficciones (como escritor, corrector y profesor literario), narrar de voz viva un relato inventado se me antoja un examen cruel. La diferencia entre contar cuentos y escribirlos viene a ser la misma que hay entre ser padre y ser escritor, y a mí me parece bastante más difícil lo primero. No digo que esté libre de limitaciones cuando escribo, quiero decir que como padre me siento aún más limitado.

Así que la hora del sueño, esa en la que me toca hacer de padre complaciente que llena con voz impostada la habitación de hadas, magos y princesas encantadas, supone para mí algo así como el miedo al folio en blanco que dicen experimentar algunos escritores. Un folio en blanco no me asusta: me he pegado con miles de ellos y aunque haya salido vencido en numerosas ocasiones al menos siempre le eché valor. Sin embargo, me aterra narrar una historia ante dos niños pequeños que te miran con ojitos de impaciencia y sabiduría. Creo que tal vez sufra lo que Valdano denominó «el miedo escénico», ese miedo que paraliza a ciertos jugadores cuando se enfrentan al Real Madrid en el Bernabéu. Ese miedo a vérmelas con un público tan difícil, el infantil, que no te va a perdonar una historia mediocre porque están en edad de pedirle a la vida solo lo bueno.

El consumidor de literatura infantil es mucho más exigente que el adulto. El lector adulto busca en la literatura un destello, un consuelo, digamos que se busca a sí mismo; el niño, sin embargo, espera recibir de los cuentos la felicidad suprema, y eso es difícil de entregar a última hora de la noche, cuando llegas cansado a casa tras pelearte todo el día con ogros horribles o tras discutir acaloradamente con la madrastra de Cenicienta.