Tenía catorce años la primera vez que me tocaron el culo sin permiso ni previo aviso. Lo hizo un chaval de quince, en la discoteca de mi pueblo, durante una de las fiestas del instituto. Reaccioné pegándole un guantazo. Él, sorprendido, se echó la mano a la cara y, como en la canción de Pimpinela, pegó la vuelta. Durante bastante tiempo la dinámica fue exactamente así: tocamiento, bofetón, bochorno y huida.

Luego llegué a Madrid, como universitaria, y todo cambió. Cambió el entorno, cambiaron las amigas y hasta los sobeteos. Ya no eran roces en el culo, así como al descuido, no. Entonces, con dieciocho o diecinueve años, las manos iban más allá, desde el apretón interminable en la nalga hasta el intento de llegar a mi vagina clavándome el dedo desde atrás llevase falda o vaqueros, pasando por el amasamiento de los pechos. Seguí respondiendo con empujones o bofetones hasta aquella noche en la calle Echegaray.

Salí de marcha con un grupo de amigas y acabamos la noche en un local que nos encantaba y al que acudíamos religiosamente todos los fines de semana. Reíamos, disfrutábamos, y sí, probablemente coqueteábamos con algunos de los que también habían salido a pasarlo bien. Me acerqué a la barra, esquivando cuerpos, para pedir una cerveza y cuando estaba ya cerca de mi objetivo los noté: cinco dedazos en mi nalga derecha, uno de ellos muy cerca de mi vagina, haciendo presión. Giré deprisa y le arreé un sopapo a mano abierta al propietario de la mano. Para mi sorpresa el tipo no sólo no se arredró, al contrario, con la misma mano que dos segundos antes me sobó el culo me agarró del cuello, me estampó contra la pared del garito y me levantó unos centímetros del suelo. Me soltó tras espetarme un «qué cojones haces, puta». Sus amigos, que nos rodeaban, lejos de afearle la conducta, se echaron a reír y le palmearon la espalda con camaradería. Salí del local sin despedirme, con un temblor en las piernas que no cesó hasta pasadas varias horas.

Esa noche fui consciente como nunca antes de mi fragilidad, conocí la humillación y el miedo. Un terror que me paralizó, que evitó que saliese durante semanas, que me atenazó la siguiente vez que me tocaron el culo. Recibí el mensaje clara y nítidamente: para muchos hombres mi cuerpo era público, mi derecho a rebelarme, inexistente.

Veinte años después y con miles de mujeres jóvenes encaramadas a lo más alto de la tercera ola feminista, poco ha cambiado esa percepción, el aprendizaje social continúa desplazándose por los mismos carriles. Observen si no, el caso de Plácido Domingo. Una investigación periodística rigurosa y una veintena de mujeres denunciándolo por abusos y acoso sexual. El comunicado del tenor no desmiente lo publicado, tacha las acusaciones de inexactas y además reconoce que las reglas y valores por los que nos medimos ahora son distintos de como eran en el pasado.

Cualquier articulista u opinador con dos dedos de frente se la habría envainado y dejado de clamar por la presunción de inocencia de Plácido Domingo, pero no. Hemos tenido que leer encendidos artículos en los que, lejos de cuestionar por qué se producen ahora esas denuncias, se señala las denunciantes. Se las tacha de oportunistas, fracasadas, rencorosas, frustradas, indignas. Una mujer sensata que no quiere ligar, dice Albert Boadella, habría pegado un guantazo al tenor. Porque, continúa con su lógica el actor, «las manos de un macho no están para estar quietas». O lo que es lo mismo, Boadella defiende que no está en la naturaleza de los hombres respetar el cuerpo de la mujer.

Así es que créanme cuando les digo que no son las feministas las que odian y meten en el mismo saco a los hombres. No son las feministas quienes ven a los hombres como perros en celo incapaces de controlar sus instintos más primitivos ante un buen culo. No son las feministas las que consideran a los varones unos seres incivilizados. Es la sociedad que no afea estas conductas la que protege y perpetúa la existencia de estos irrefrenables individuos. Es contra esta sociedad que no reprocha al tocón, al abusador o al violador, y que permite que la cuestionada sea ella, contra la que se rebelan las feministas.

* Periodista.