Ahora mismo existe una radiografía odiosa, peligrosa y sin salida, según la cual el resto de los españoles contemplan a los catalanes unidos en torno a sus intereses, desentendiéndose de todo el mundo y negándose a la solidaridad con las regiones menos desarrollados. Ese sería el anverso del retrato de situación.

Del otro lado, los perplejos ciudadanos de Cataluña observarían como el gobierno de España y las demás comunidades les quieren negar lo que contempla el estatuto aprobado por Las Cortes Generales y en referendo por el pueblo catalán. Una situación así es difícilmente reversible, salvo que la clase política dirigente deje de jugar con el fuego que proporcionan la pasión por el dinero y las emociones identitarias. A todo el mundo le interesa o le debiera interesar buscar una salida que no sea la confrontación.

Solo los ciudadanos tienen derechos. Las patrias, las naciones, las nacionalidades o las regiones son sólo contenedores y recipientes que los albergan para dar sentido de pertenencia a los ciudadanos que viven en ellas. Pero los derechos son de los individuos y a esos efectos vale tanto una ciudadano de cualquier parte la España más rica como de la España más pobre. Establecer los límites de los territorios debiera servir para que la identificación con unas costumbres, una lengua y una memoria hiciera la vida más confortable por sentirse arropada por hechos conocidos. Pero la diferencia en los sentimientos y en las raíces nunca puede promover derechos distintos de los de cualquiera.

Cataluña tiene derecho a reclamar lo que necesitan sus habitantes para vivir con la misma dignidad que cualquiera. El error es introducir el factor identitario y la pretensión de la diferencia como un elemento negociador para cambiar el sistema de reparto que hace iguales a los españoles. Es tiempo todavía para racionalizar un discurso que está cargando las emociones más sensibles. Es tiempo todavía de sacar la calculadora para introducir los parámetros de lo necesario y de lo razonable sin que parezca que se le quiere negar a otros lo que unos reivindican como imprescindible. Es tiempo de recordar que la grandeza de los territorios que más crecieron fue posible por el desarraigo que dejaron atrás lo que allí se fueron a trabajar y que no parezca que ahora hay desagradecimiento por ninguna parte.