Escritor

En su afán por entrar por la puerta grande en las páginas de la historia moderna, los Reyes Católicos, casi quinientos años antes que Hollywood, crearon la figura del policía bueno y del policía malo, que es lo que eran fray Hernando de Talavera y el Cardenal Cisneros, de los cuales se sirvieron los monarcas para dar cumplimiento a la unificación religiosa de España. Por eso no es de extrañar que el papa Alejandro VI les otorgara el título de católicos, pues de sobra demostraron los monarcas que les era más grato ponerse a buenas con Dios que conservar el patrimonio de los judíos y la barata mano de obra de los moriscos. Pero nosotros somos tan bobos y tan prejuiciosos que nos cuesta trabajo asimilar que aquella decisión de los Reyes Católicos hacia las minorías religiosas no fue un acto de xenofobia ni de fanatismo, sino de coherencia: pusieron en práctica lo que su conciencia les dictaba como más justo y provechoso para el Estado. Y ellos no entendían el Estado como un mosaico, sino como una tabla rasa fabricada con el madero de la cruz.

Actuaron en conciencia, aunque ahora su memoria nos escandaliza. Entre otras cosas porque hemos perdido el sentido de la coherencia. Y también porque no tenemos ni pajolera idea de por dónde andamos, dicho sea de paso. Somos una monarquía en la que el rey no reina; un Estado atomista en que cada presidente de cada comunidad es un monarca sin corona que aboga desde su trono por la unificación de Europa, y del universo mundo cuando se le calienta la boca; un Estado laico donde los asuntos de religión adquieren categoría de asuntos de Estado. Por estas tierras, sin ir más lejos, algunos alcaldes socialistas, en cuanto tienen la primera oportunidad, van corriendo a hincarse de rodillas delante del Papa, sin ningún recato hacia sus electores que, por lo común, sienten el socialismo como un modo aconfesional de hacer política. Por otro lado, vivimos en un mundo que se dice defensor de los derechos de la infancia, pero a la vez leemos sin escándalo que hay más de un millón de niños en Europa que son usados como esclavos sexuales.

Observamos escandalizados la debacle en la que la superpoblación tiene sumida a los países más pobres, pero no decimos ni pío cuando el Vaticano les niega el derecho a usar preservativos.

Una sociedad, en fin, donde tienen más influencia en los jóvenes los anuncios publicitarios que los padres y que los maestros de escuela no puede ser una sociedad sana. Falta coherencia. Quizá sea porque en estos tiempos está monopolizada por los banqueros. Los demás somos como los catavientos, nos dejamos inflar y desinflar al capricho de los aires que van trayendo los días.

Ahí está el caso de los hijos de Sadam para ejemplificar mis argumentaciones. Resulta que los mata el ejército americano y a la opinión pública se le olvida de pronto su repugnancia por la pena de muerte y hasta les parece maravilloso que dos tipos de tal calaña mueran acribillados. Confieso que también yo me congratulo cuando un asesino acaba así, y aún peor; pero yo me pregunto, por qué sólo ellos, por qué no ser coherentes y reconocer que es posible y hasta necesario hacer lo mismo con otros criminales; ¿O es que acaso es más asesino el que mata a cien personas que el que coloca una bomba en los sótanos de un supermercado? Me gusta pensar que en un Estado laico coherente estas barbaridades no tendrían cabida, que en él ningún ser abstracto podría colocarse por encima del hombre ni interferir en su justicia perturbando las conciencias con mojigaterías de ultratumba. No al menos en un mundo en el que lo más importante fuese la dignidad del hombre. Pero si resulta que aquí lo que en verdad importa es Dios y su justicia del Juicio Final pues que sean coherentes y lo digan alto y claro y, ya puestos, que resuciten a los Reyes Católicos. Al menos ellos tenían la decencia de llamar a las cosas por su nombre.