Abogada

Me cuenta mi hermana --médico dedicado a la cooperación sanitaria-- cómo días atrás en uno de sus largos recorridos por el río Purús, en Brasil, volvió a reencontrarse con aquel niño, Jucimar, al que tuvo que realizar multitud de cirugías por causa de la pérdida de sensibilidad en manos y piernas; y que además es hanseniano, y, por tanto, padece el estigma de una enfermedad.

Pues bien, ese chaval que ahora tiene más de diez años, fue recogido por una humilde familia, que le ayudó a seguir para adelante a rechazar la mutilación de su vida, por causa de la mutilación de su cuerpo. Con la ayuda de algunas instituciones y de una familia muy humilde que lo acogió, ha conseguido traer a sus padres y hermanos del seringal y con poco más de 300 euros hacerse una pequeña casa de madera, en donde la dignidad brota a raudales. Me cuenta que en ese pequeño espacio vital el techo es el mayor consuelo frente a las siempre reincidentes lluvias.

La historia de este niño, que es extraordinaria, choca frontalmente con la idiotez de esos mitos de hombres y mujeres que nos quieren vender cada día.

El fútbol quizá, --deporte al que soy gran aficionada y al que estoy vinculada--, puede ser esa especie de cancha de la indignidad, y es que comparado los 300 euros de felicidad con los 300 millones de euros una no tiene palabra.

El problema puede que esté en esa especie de escalera de caracol en la que muchos sitúan la dignidad humana. Para mí Jucimar es más héroe que aquél que empuja el balón bajo la atenta mirada de miles de espectadores.