La manipulación ideológica que sufre Cataluña ha conseguido instalar en grandes sectores, especialmente entre los jóvenes, un sentimiento maniqueo que piensa que todo lo malo procede del resto de España. Este adoctrinamiento basado en un hecho diferencial inexistente hace que muchos catalanes conciban la independencia como una utopía salvadora. Los líderes separatistas han llamado a rebato para defender la pretendida legitimidad de una república imaginaria. La hábil estrategia seguida por el independentismo, sobre todo a nivel internacional, ha conseguido que en gran parte del mundo se vea con simpatía este insolidario proceso.

Se ha entrado en un bucle que es necesario desactivar. Los independentistas tienen mayoría en el parlamento autonómico, y esta mayoría hace que puedan nombrar gobierno y, por ende, controlar las instituciones públicas. Sobre todo, la Hacienda. Esto les permite continuar administrando las finanzas para poner en práctica políticas sectarias y vender humo desde sus embajadas.

Cataluña puede seguir siendo gobernada por una clase política xenófoba y excluyente, sin otra ideología que la insolidaridad. Desde su exilio en Bélgica, los fugados de la justicia no han tenido una sola palabra para los problemas reales de los ciudadanos. Su único designio es procurarse un regreso victorioso como héroes o como mártires. Pero su única salida pasa por continuar en el destierro o ingresar en prisión. Mientras tanto, un President irresponsable y sectario sigue avivando el fuego de la insurrección. La ulsterizacion de Cataluña es algo más que una posibilidad.

Los partidos constitucionalistas no han sabido contrarrestar esta estrategia. El debilitamiento del centro derecha, sobre todo a raíz de los episodios de corrupción, y la falta de un gobierno estable que permitiera al partido socialista ejercer una política de Estado no han ayudado a que los demócratas pudieran construir un relato convincente para defender al Estado de las insidias secesionistas.

El Régimen del 78, con todas las críticas que puedan hacerse, ha traído a España sus mayores cotas de bienestar y libertad. Sin embargo, ningún Gobierno ha sabido articular un discurso razonable y razonado en su favor. Ni hemos sabido poner de relieve lo que significa una Constitución consensuada por todas las fuerzas políticas.

Hemos construido un Estado de Derecho muy garantista. Esto es bueno. Pero también debería haberse sabido articular una mejor defensa del propio Estado. La sentencia del llamado juicio del procès es un paradigma clamoroso. La condena a líderes sediciosos -calificación de la sentencia- no ha satisfecho a casi nadie. A los propios acusados y a un gran sector del pueblo de Cataluña, por la condena en sí. Esperaban -vana ilusión- la absolución. A la extrema derecha, por la tibieza en la calificación del delito y, por tanto, por la levedad de las penas. A un gran número de juristas, por la inconsistencia a la hora de tipificar los hechos como delito de sedición. Si no hubo violencia y todo fue una ensoñación, al final el Tribunal Supremo, indirectamente, ha dado la razón al tribunal territorial del Estado federado alemán de Schleswig-Holstein, que no concedió la extradición de un fugado porque consideraba que no concurría la violencia necesaria para el delito de rebelión.

Nuestro sistema constitucional ofrece una grieta más. Al haber optado por una monarquía parlamentaria, nuestro jefe de Estado -el rey- carece de poder político. Sus funciones no dejan de ser la de mero notario de la actividad política. La «presidencialización» en un sistema parlamentario tradicional de corte republicano hubiera permitido que la jefatura del Estado asumiera un papel más protagonista en la resolución de conflictos políticos, potestad que le está vedada al rey.

Es, por tanto, el Gobierno y los demás poderes los que deben actuar con firmeza y hacer más presente el Estado en Cataluña. Relajar ahora la legalidad podría suponer el desmoronamiento de nuestra democracia. Si se permite que todo siga igual, una parte de nuestra nación habrá entrado en una deriva de descomposición económica y social que nos arrastrará a todos. Solo la firmeza del Estado a través de sus poderes puede desactivar este perverso proceso.

*Catedrático de Universidad.