Quien regala bien vende si quien lo recibe entiende. Así reza uno de nuestros sabios refranes. Aunque su radicalidad no concede tregua a quienes regalamos porque sí, sin más. No es excesivamente difícil comprender por qué existen personas que deciden agradar con sus presentes a quienes no precisan de ellos porque su renta es abultada y de nada carecen, y porque ningún lazo familiar ni de amistad les une a ellas. El propósito es evidente. Seguimos manteniendo la mentalidad de los súbditos del caquice: ofrecemos presentes a quienes nos gobiernan y a aquellos que tienen influencias aunque sólo sea por si las moscas. Recuerdo mi verano de auxiliar de clínica, de cuando las auxiliares de clínica no precisaban titulación y sí conocer a alguien que las introdujera en el mundo de la Sanidad. Confieso que ese fue mi caso. Durante los meses de verano, además de las sencillas tareas a las que había que hacer frente, intenté proporcionar a los enfermos atenciones y afecto. En aquellos tiempos las economías no andaban sobradas y, a pesar de que me llenaba de satisfacción el que los pacientes agradecieran mi actitud, me dolía el alma y me ruborizaba cuando me veía obligada a aceptar un perfume de Avón o a rechazar cinco duros de propina por mi supuesta dedicación. No servía de nada explicar que lo único que hacía era cumplir con un trabajo por el que me pagaban y a cuyo producto ellos tenían derecho. Seguramente por estas circunstancias y este modo de pensar entiendo poco --o, por mejor decir, nada-- que nuestros cargos públicos se vean involucrados en enredos de trajes, bolsos, cacerías, viajes, anchoas frescas o carísimos Porches y motos (caso de la familia Real). Siempre hay organizaciones solidarias sobre quienes podrían revertir estas donaciones. Y que conste que no es por el huevo sino por el fuero. Cuestión de principios.

Ana Martín Barcelona **

Cáceres