TBtuscamos, aturdidos por el dolor de las víctimas y el calor de agosto, las razones del accidente ferroviario de Santiago. El juicio popular y paralelo ya declaró culpable al conductor del tren. Sus gritos desesperados y el cinismo de sus jefes dieron plena satisfacción a la carnaza que necesitaban esas cámaras tontas que pasaron 72 horas enfocando una curva maldita donde pasó todo pero no se veía nada. Ahora, superado el impacto inicial, el Congreso analiza el accidente, que, no lo olvidemos, sigue sub iúdice a pesar de que algún tertuliano de guardia cita la sentencia imaginaria a diestra y siniestra.

Los jefes del conductor Garzón han pasado de rositas por el interrogatorio de sus señorías. No han tenido ningún momento Pilar Manjón , aquella digna madre de una víctima del 11-M que les soltó: "¿De qué se ríen sus señorías?". Fue una escena gloriosa, síntoma de la desafección que ahora palpan cada día los hijos de la transición. El debate sobre el accidente de Santiago no tuvo esta pizca de autenticidad.

Este episodio y estos comparecientes no tienen nada de especial, no merecen una crítica singularizada. Pero son el último ejemplo de una cierta manera de entender la política que está en el origen de la actual crisis, económica e institucional. La misión de los políticos no es buscar culpables. Esa es la tarea de los jueces en los regímenes democráticos y de los curas en los teocráticos. La culpa es un asunto penal o moral. El campo de la política es el de las responsabilidades. ¿Se han corrido riesgos innecesarios para poner el cartel de alta velocidad en algunos tramos ferroviarios que no lo eran ni lo podían ser? ¿Se han pagado a precio de alta velocidad algunos tramos de velocidad alta? ¿Quién se quedó la diferencia? ¿Alguien recuerda el lío que tuvo el yerno de Aznar en la adjudicación de los sistemas de seguridad del AVE? ¿Fue esa la causa de que el tramo de Santiago acabara por ser solo de velocidad alta?