Abascal, faltaría más, montó su propio show y se dirigió a una audiencia más que dispuesta a comprar su discurso. Quizás todavía crea estar en una cruzada, pero ya se caerá del caballo, como (San) Pablo. Es, sí, un improbable espejo, sobre todo en lo estético. Pero lo cierto es que la imagen de partido alejado del sistema y carente de pecado original, compartiendo un credo irreductible en su destino, ya la habíamos visto antes. En el mismo escenario.

Hasta la sonrisa dibujada en el habitual rostro crispado de Sánchez remembró a la de Rajoy cuando, en las mismas, recibía las invectivas de Podemos. Poco más que pellizcos de monja, comparados con el regalo de dividir a los que votan en el otro lado de la mesa ideológica. Y pueda que ahí resida la culpa de todo esto.

No creo que nadie se engañase con la viabilidad de una moción que tiene el vicio de la nueva “nueva política” (no sé por qué temporada vamos ya, la verdad): todo lo ocupa el maldito relato. Vox quería representar el dique de contención contra Sánchez, contra los nacionalistas, contra todo lo que ataque la idea de España que ellos aspiran a tener. Pero que en realidad ni han construido, más allá de las apelaciones al ardor guerrero y de la cháchara antiinmigración.

Todo giró sobre la defensa testosterónica del “si no lo hacemos nosotros, no lo hará nadie”. Una idea complaciente que obvia el hecho de que los gestos, en política, si no van acompañados de hechos son poco más que fútiles ademanes. No había utilidad real, y todos los que allí estaban, en cuerpo o viéndolo (in)cómodamente por televisión, lo sabían. Que, por cierto, eso también es un abuso de las instituciones, lo que tanto critican de Podemos. Por lo de no caer en contradicciones.

Con todo, lo más grave fue el discurso antieuropeísta. En una España cada día más descreída de sus instituciones, a menudo atacadas o desvirtuadas por la propia clase política, el hecho de que nos quede una Europa vigilante empieza a ser el primer, y diría casi único, motivo de tranquilidad para muchos españoles. Un partido con responsabilidades, presentes y futuras, en gobiernos de coalición, no puede criticar frívolamente y con un escasamente armado discurso a una Unión que será la principal y más estable recurso al salir de la crisis sanitaria.

El objetivo no declarado, pero evidente, de Vox era una mayor polarización de los votantes y arrinconar al Partido Popular en el rincón de la “derecha cobarde”. Un camino en el que pensaban se sumaría seguro un Sánchez que ha hecho una doble bandera de agrupar a las “derechas” y en culpar al PP de todo lo que se cruzaba en la descripción de su propio partido: desde la corrupción y las puertas giratorias a los recortes. Sánchez es un experto en culpabilizar al PP incluso de lo que él hace.

Y lo cierto es que en Génova lo han puesto fácil. Rajoy, siempre tan tancredista, dejó de dar la batalla cultural y sumergió al partido en la sumisión a lo que otros decían que era. Que después Casado permitió, escorando su discurso a la derecha para evitar que Vox ocupase demasiado sitio. En España significarte en la derecha sigo siendo motivo de sospecha, y poco se ha hecho para evitarlo desde los populares.

Al partido y a Pablo Casado tampoco les han caído nunca bien el traje del discurso directo y la apelación afectiva. Cuando Casado envío la retahíla de calificativos a Sánchez por el amago del relator en Cataluña o cuando ha visitado Cataluña para no verse arrastrado por otros, siempre ha parecido sobreactuado. Lo que es increíble es que lleguemos a valorar la superficialidad antes que la argumentación.

Por eso, quiero creer que será bien recibido el giro que ha representado Casado en la moción de Abascal. Es de agradecer que haya un discurso dirigido a todos los votantes, no sólo a los que son tuyos o pueden estar cerca de serlo. Desde luego, muchos votantes de Vox saldrán escaldados de la dura calificación del líder popular, pero serán votos bien perdidos si empezamos a pensar en gestión y no sólo en táctica electoral. Hasta Iglesias, que gasta un fino instinto político, rebajó el tono consciente de que el cambio podía vincular a todas las formaciones.

Además, conviene saber siempre quien tiene según qué responsabilidad. Aquí, el culpable de todo no puede ser el que no está en el cargo, sino el que miente. Y lo hace siempre.