Para las cientos de miles de personas que quedaron atrapadas, para el sector aéreo o turístico y para la imagen exterior de España, el daño causado por la salvaje protesta de los controladores de AENA no tiene perdón. Poner el nombre de huelga a lo que ha hecho este colectivo de privilegiados es un insulto a más de 150 años de luchas obreras y a la dignidad del resto de trabajadores y de los sindicatos de clase. La realidad es que lo que hemos vivido en este negro fin de semana no ha sido una huelga al uso, sino algo muy distinto; un motín en el que muchos ciudadanos de bien han salido perjudicados. Y es a partir de reconocer que ha habido un motín de los controladores de AENA desde donde deben analizarse los comportamientos políticos, las consecuencias económicas y las actuaciones judiciales derivadas de una protesta salvaje que no tiene reivindicación laboral que la justifique y menos aún por parte de un colectivo que goza de privilegios injustificados y logrados a base de chantajear a la empresa y al ministerio utilizando a los ciudadanos como rehenes y a la importancia del sector turístico como coartada. El Gobierno de Zapatero y el ministro Blanco solo son responsables de haber plantado cara a un sector profesional incapaz de racionalizar sus demandas y condiciones laborales para adaptarlas a la crisis económica y a la necesidad de mejorar la competividad de los aeropuertos españoles en un mercado turístico abierto y global.

Tras el acuerdo de agosto, nadie en su sano juicio puede acusar al Ejecutivo de falta de capacidad negociadora. Y quienes le han querido criticar por aprobar el pasado viernes los decretos sobre el cómputo anual de las horas laborales de los controladores y sobre las condiciones de su militarización son los que simplemente buscan una coartada política para dar apoyo a unos privilegiados.

Públicamente, el PP --de la mano de su portavoz Esteban González Pons-- volvió a demostrar ayer su zafiedad poniendo por delante los intereses de partido a la defensa del interés general del país. Pero si se demuestran las graves acusaciones que lanzó Blanco, sobre una hipotética connivencia del PP y los controladores en la organización, entonces habremos pasado directamente a la deslealtad institucional movida por el egoísmo de querer recuperar el poder a base de empeorar las consecuencias de una crisis económica global. Este paso del Rubicón no debería quedar impune si se llega a demostrar lo que Blanco insinuó. En algún momento los populares deberán recordar que un día u otro ellos volverán a ser gobierno y pagarán las consecuencias de haber ayudado a encarecer la deuda española y de haber colaborado con los controladores en su enfrentamiento por unas reivindicaciones extravagantes.

La gravedad del pulso planteado por los controladores al Gobierno explica la excepcionalidad de las medidas adoptadas: la militarización del servicio, primero, y la declaración del estado de alarma previsto por la Constitución. Un contundente paquete de medidas que finalmente obligó a los controladores a volver a sus puestos de trabajo amenazados por la acusación de sedición y desacato a la autoridad. Esto permitió empezar ayer a recuperar una normalidad que tardará días en alcanzarse.

Pero el efecto inmediato de la medida no debería detener la actuación que inició el mismo viernes la fiscalía contra los autores de un delito contra el tráfico aéreo. La judicatura tendrá la última palabra, pero el ministerio público y la abogacía del Estado no deberían desistir en este camino a pesar de la remisión de la protesta. Debe irse hasta el final y encontrar también la manera de compensar económicamente a los sectores afectados, especialmente las compañías aéreas y la hostelería. La salvajada del viernes tendrá un impacto en un fin de semana que mueve algunas décimas del PIB anual en unos ámbitos que están sufriendo la crisis intensamente y que están entre los llamados a tirar del país.